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“Todos queríamos ser héroes de anécdotas triviales.” Borges tiene esa manera particular de resumir en una sola frase vidas enteras, llenas de frenética actividad, de disputas y discusiones. Borges, en muchos de sus cuentos y poemas, muestra una gran predilección por la espada y el cuchillo, y yo diría que es porque las anécdotas que puedan surgir de ahí, como la propia muerte, tienden menos hacia lo trivial. En “El Sur” no sabemos qué pasa al final, pero algo pasa y no es cualquier cosa; el protagonista muere o sobrevive, dejarlo en el aire, donde muere y sobrevive a la vez, resulta menos trivial que llegar a una conclusión concreta.
Borges es muy consciente siempre de la vieja disputa entre las armas y las letras. Antiguamente se discutía cuál de las dos carreras era más importante. Cervantes conoció las dos, y en el Quijote las combina y se ríe de ellas, y al reírse, este soldado escritor produce uno de los grandes libros de la cultura Occidental.
El cuchillo puede ser metáfora de la pluma y viceversa. Hace muchos años, leí un ensayo de Derrida sobre Nietzsche, y esto es lo único que recuerdo de él. Lo más probable es que lo recuerde mal. (A lo mejor sólo era que Derrida recordaba, con alguna nostalgia, aquello de que “La letra con sangre entra”.)
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Hace poco, salió un artículo en Scientific American titulado “Por qué escribir a mano es mejor para la memoria y el aprendizaje”. Ahí explican un estudio en el que le pusieron sensores en el cráneo a un grupo de personas que debía escribir a mano y a máquina. A mano, se iluminaban un montón de partes del cerebro, a máquina, pocas, casi que ninguna. Y es porque cada letra, escrita a mano es distinta, mientras que a máquina la operación siempre es la misma: apretar un botón, aunque sea con más de dos dedos. Escribir a mano involucra partes del cerebro que se ocupan del movimiento del cuerpo y la integración sensomotora “que ayuda al cerebro a utilizar claves ambientales para generar la próxima acción que una persona pueda llevar a cabo.”
En estos estudios no ponen a nadie a luchar a cuchillo, pero apuesto a que se iluminarían partes muy similares del cerebro si lo hicieran. No estoy sugiriendo nada al personal científico-académico, excepto que a lo mejor ellos deberían ser héroes de sus anécdotas no-triviales de vez en cuando. Incluso se podría reducir el número de personas empeñadas en hacer posgrados y esas cosas. Habría que establecer categorías por peso, por sexo y esas cosas, igual que en el boxeo. Lo digo en el nombre de la igualdad de oportunidades. Por mucho que en las películas ocurra, no creo que un tipo de mi tamaño y peso pueda ganarle a otro que mida 15 centímetros y pese 30 kilos más. Con la pluma mejoran mis posibilidades de supervivencia.
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Escribir a mano, al involucrar el cuerpo de manera más completa y detallada que a máquina, ayuda al cerebro a memorizar y aprender con mayor eficacia. He conocido actores que para memorizarse un texto lo copian una y otra vez. Siempre me pareció la cosa más aburrida del mundo, como un castigo, pero a ellos les funcionaba. De hecho, cuando algún actor tenía problemas para memorizar su texto, le recomendaba este método.
En la escuela, me castigaban a menudo, normalmente por hablar demasiado. Y el castigo solía consistir en copiar una oración declarativa que la maestra había escrito en el pizarrón. Algo así como “No es buena idea seguir hablando cuando la maestra indica que uno debe callarse de una maldita vez, ni decir cosas que a uno le parecen más inteligentes que lo que la maestra estaba diciendo justo antes de ser interrumpida.” O quizás, “Hablar con los compañeros acerca del partido del domingo cuando la maestra está tratando de decir algo es de muy mala educación, por mucho que cualquier tontería que un niño de 9 años pueda decir acerca del partido le resulte mucho más interesante a dicho niño que lo que sea que la maestra pudiera decir.”
Por lo que pueden ver, por mucho que escribiera estas oraciones a mano, no me acuerdo de ninguna de las que tuve que copiar de verdad, y lo más probable es que no haya aprendido nada: sigo siendo incallable. Es muy probable que se deba a que hacía trampa. Escribía la palabra “Hablar” en cada renglón de la página, luego la palabra “con”, luego “los”, luego “compañeros”. Hacerlo en serie de esta manera era mucho menos aburrido, más rápido y maquinal, que escribir la oración completa cada vez. Uno tenía la sensación de estar completando una tarea, por absurda que fuera.
Lo peor era que esto había que hacerlo después de clase, con lo cual los padres de uno se encabronaban por tener que esperar, y luego uno era castigado en casa. Se quedaba sin postre, o sin poder ver la televisión. Había que procurar no ser condenado a copiar una oración 400 veces los días en que echaban algo interesante por la tele.
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Hace unos años escribí el siguiente poema:
Castigo No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo. No volveré más a escribir lo mismo.
Es un soneto endecasílabo, por si tienen ganas de ponerse a contar sílabas y versos. La rima es un poco aburrida, pero siempre he pensado que, en español, la rima lo suele ser. Escribí el primer verso, luego lo copié una vez y lo pegué trece veces. Queda claro que no aprendo.
(Vieja anécdota. Un tipo mata a otro de una cuchillada, y se queda esperando a la policía junto al cadáver. La policía tarda más de una hora en llegar. Cuando llega, uno de los agentes pregunta sagazmente: “¿Quién fue?” El homicida da un paso al frente y se declara culpable. Cuando lo están metiendo, ya esposado, en el coche patrulla, el mismo sagaz policía pregunta: “¿Por qué lo mataste?” Y el homicida responde: “Lo maté para que aprenda.”) (No fui testigo del hecho luctuoso, lo leí al día siguiente en el diario vespertino de Juárez, El Mexicano, que en la contraportada siempre sacaba una foto de una tía en paños menores y/o en bolas.)
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Borges marca 1955 como el año en que se quedó definitivamente ciego. A partir de ahí empezó a dictar sus textos en lugar de escribirlos él mismo. (Antes era de los que escriben a mano, por cierto.) Churchill escribió sus primeros libros y una infinidad de artículos a mano hasta que descubrió los placeres del dictado. Bueno, y también hasta que pudo pagar a varias personas que tomaran dictado durante sus interminables horas de trabajo. Dichos placeres tienen mucho que ver con oírse hablar a uno mismo, que es la razón por la que yo era castigado con tanta frecuencia en la primaria. A pesar de los estragos de la presbicia sigo viendo moderadamente bien, y la impecuniosidad me obliga a seguir escribiéndolo todo yo, así que es muy probable que falte mucho para que yo me entregue a vicios como el dictado. (Se ha escrito mucho acerca de la identidad entre vicio y placer.)
Escribo los poemas a mano siempre, igual que la gran mayoría de estas niusléters. Escribo a mano en mi diario todas las mañanas, pero no para memorizar o aprender nada, sino para olvidar mejor. También, algunas de las cosas que digo en el diario entran en la categoría “Cosas que hay que callarse”. Sin embargo, la mayoría de las cartas salen directamente a máquina, o sea en la computadora, que además es el vehículo por el que hay que enviarlas, ahora que el correo ha dejado de funcionar. Las escribo a máquina porque si en ellas hay problemas de sintaxis, errores tipográficos o digo alguna estupidez, el lío se resuelve en secreto o en privado y yo tiendo a preferir esas discusiones privadas a las anécdotas en las que uno de alguna manera, sobre todo al contarlas, es el héroe.
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También, si tengo que dar una charla en público, suelo escribir mis notas a mano. Hay algo de verdad en ese estudio que mencioné más arriba. Las escribo a mano para que resulten inútiles, para aprenderme de memoria lo que voy a decir, cómo lo voy a decir y en qué orden. Luego, camino arriba y abajo por el IF repasando cada sección de la charla, diciéndomela a mí mismo en voz alta, y así puedo ir determinando el ritmo, las pausas, los énfasis y hasta los comentarios aparte. (O los apartes en la parla teatral.) (Creo que el principal aparte en la charla que dí el martes pasado fue: “Odio los micrófonos”. Y es que los micrófonos, mientras que hacen llegar la voz a las últimas filas, también sirven de barrera e interrumpen la interacción del cuerpo de quien habla con los cuerpos de quienes escuchan, incluso si son micrófonos inalámbricos, que en esta ocasión no eran.) Si escribiera las notas a máquina, serían útiles porque no me las sabría de memoria.
Las últimas dos charlas que di fueron grabadas. Quiero probar de hacer algo en la escritura con esa oralidad, una especie de autodictado. También he pensado en grabarme y luego transcribir y reescribir, pero me da un poco de reparo, una especie de vergüenza ante el espejo. Si estoy probando una charla no tengo problema en hablar en voz alta, pero no sé por qué sí lo tengo para grabarme.
Tampoco me gusta eso del mensaje de voz que se usa ahora. Creo que combina pereza y estupidez, por la improvisación que implica. Detesto la pereza del otro en la comunicación, y mi estupidez a la hora de improvisar algo que suene a lo que quiero decir. Mejor no decir nada. O decirlo por escrito.
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A lo mejor es pura superstición por mi parte, pero escribo en mi diario todos los días, aunque no tenga nada que decir, y lo hago a mano para espantar los fantasmas del Alzheimer. Tengo la esperanza de que esa iluminación neuronal que la escritura a mano dispara sirva para dar mayor agilidad al cerebro, para que no se seque ni endurezca, para que los líquidos intracraneales sigan fluyendo.
En alguna parte leí un estudio que se hizo en un convento de monjas, donde muchas de ellas ya eran mayores, algunas con y otras sin Alzheimer. El estudio echaba un vistazo a la vida intelectual de las monjas, y se llegó a la conclusión de que a las que más leían y más escribían, cartas sobre todo, les había ido mejor.
Cada mañana, menos los viernes (por la Niusléter), me pongo a escribir en el diario nada más levantarme. Quiero aprovechar ese estado de atontamiento del recién despierto como para tomar al cerebro por sorpresa, ponerlo a pensar, a coordinarse con el cuerpo al principio del principio del día. Es un ritual, y como se sabe, la superstición está llena de rituales.
Últimamente me ha dado por escribir a lápiz. Creo que no tiene ninguna incidencia en el cerebro con qué escriba uno mientras siga siendo a mano. En realidad, lo que me gusta es ir variando el instrumento. Hoy uso un lápiz, mañana una pluma, otro día un bolígrafo. Es por el puro gusto de usar los útiles que tengo.
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Con lo que ya casi no escribo es con la máquina, la Olivetti de los noventa que compré usada hace unos años. Copio cosas escritas a mano, y a veces incluso cosas escritas en pantalla porque me gusta cómo se ve, cómo queda la página con la tipografía de la máquina. Pero antes de que las computadoras fueran instrumentos de trabajo que yo quisiera usar, escribía directamente a máquina muchos textos. Lo interesante de ese proceso es que había que tener casi todo el párrafo en la cabeza antes de ponerse a escribirlo, oraciones completas, ideas concretas, lo cual obligaba a escribir o a pensar, a pensar y escribir, de otra manera.
A mano improviso mucho más, y en la computadora, ni se diga. Como en la computadora se puede ir y venir, borrar y reescribir, y reacomodar oraciones y párrafos, la exigencia intelectual es mucho menor. Y la atención al detalle, para no cometer errores tipográficos también.
Por supuesto que el instrumento que uno use afectará cómo escribe. En una época me dio por componer mails en el teléfono. Desistí pronto, pero me di cuenta de que las oraciones me salían mucho más cortas, que me metía en menos líos sintácticos y que el uso de frases subordinadas se reducía al mínimo—tampoco es que me guste mucho usarlas cuando escribo de otra manera.
En cualquier caso, valdría la pena pensar cómo enseñamos a escribir, y no sólo cómo escribimos a lo largo de los años, sino qué clase de estímulo cerebral promovemos en nuestros propios cráneos. A lo mejor nos va la vida en ello, o por lo menos, la calidad de vida.
Y si no se puede andar por ahí con un cuchillo en la mano, por lo menos queda la pluma.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, apareció por la puerta justo cuando estaba por escribir su noticia de hoy. Me miró, maulló, pegó un salto hasta la pila de libros donde le gusta ponerse y maulló otra vez. Es como si supiera que ahora le toca a ella, como si me hubiera pillado la vibra.
2. Ya lo saben, echar una mano a la Niusléter es fácil y barato. Sólo tienen que ir a esta página. Luego se olvidan y pueden leer sin culpa, ya que la cosa sigue siendo gratis igualmente. Antes decía que esta especie de aplauso monetario y virtual me ayudaba a seguir escribiendo viernes tras viernes, pero no es verdad. O lo fue y ya no lo es. Pienso seguir haciéndola durante mucho tiempo. Muchos de ustedes se desuscribirán por el camino, y eso está bien, otros seguirán. Yo seguiré simplemente porque escribir estos artículos le hace bien a mi cerebro y a mi espíritu. Los poemas están en Paseante Extranjero.
3. El otro día, en un café, me preguntaron a qué me dedico. Iba a decir que soy escritor, o poeta, pero me dio vergüenza, o me pareció inexacto. Dije que hago libros, algunos escribiéndolos, otros con basura, otros sólo editándolos. A lo mejor dije demasiado. Se hagan como se hagan los libros, hacerlos requiere de un secreto que uno debe guardar como si fuera un tesoro, porque es el motivo, la inspiración, el motor que los hace posibles. Sin secreto no hay artista, sólo imitadores y loros.
4. Ayer me compré una antología de poesía medieval galaicoportuguesa en uno de esos puestos de libros usados en Tribunales. Al cobrarme, el librero me miró decepcionado, no sé si era porque el libro sólo costaba 500 pesos, o por algo que habrá detectado en mí.