Pessoa en sueños
Soñé que había ocurrido una especie de desastre natural cultural, o histórico-literario, y que habíamos olvidado que los heterónimos de Pessoa eran obra suya y ahora los tomábamos como autores individuales que existieron de verdad. El gran problema en el sueño es que yo no podía recordar el nombre de uno de esos heterónimos, el que, según el sueño, había sido el biógrafo de Pessoa. Un lío tremendo y mucha angustia. De repente, tenía ese nombre en la punta de la lengua, y cuando lo iba a decir, me salía Bernardo Soares, el autor principal de El libro del desasosiego. Lo tenía, ¡lo tenía!, y salía Soares.
Pensé, porque en los sueños uno también piensa, que a lo mejor era Vicente Guedes, pero no. Guedes es el autor de la primera parte del Libro del desasosiego. O pensaba: es Ricardo, sí, Ricardo algo. Pero no, no era Ricardo Reis. Por fin desperté, sudado, enojado, echando la culpa a otros por este desastre de la memoria, y luego, despertando más, dándome cuenta de que todo había sido un sueño, y que todavía recordamos que los heterónimos de Pessoa son parte de su obra, no autores reales individuales.
Mal profesor
Nunca fui buen maestro. Carezco de la paciencia, la alegría, la fe en el futuro necesarias. En una época me asignaron clases de composición en inglés, y lo pasé muy mal. Los pobres estudiantes escribían algo extravagante o estrafalario, una aventura increíble, y al final siempre ponían que había sido todo un sueño. De no llevar la cabeza afeitada, me hubiera arrancado los pelos. Los instaba a que se atrevieran a decir algo, lo que fuera, con su propia voz, o desde su posición como habitantes del mundo. Siempre volvían al sueño. Prohibí este recurso. Seguían escribiendo lo mismo, pero encontraban otros recursos burocráticos para el final: no habían sido ellos, sino un amigo; todo le había ocurrido al vecino, no a ellos. Perdí la paciencia, me di por vencido, me dediqué a otra cosa.
Desde entonces, y han pasado más de 30 años, he dado clases y talleres, pero sólo de temas que me interesaban a mí. Las di por fuera de las instituciones, y en ninguna de esas clases tenían mis alumnos que entregar trabajo alguno. Aquí están las ideas y la información, hagan con ellas lo que quieran.
Después, para mi gran sorpresa, como editor de poesía, he trabajado con poetas muy distintos, y lo he hecho no sólo con paciencia sino con pasión. Para esto, tuve que ponerme una regla: yo no digo nada sobre el tema, sólo me ocupo de los problemas técnicos. Este verso rompe el ritmo, este adjetivo no funciona, aquí va una coma, ese tipo de cosas. Me ocupé mucho de aclarar que un solo adjetivo puede estropear un poema. Incluso llegué a reducir la definición de poeta a alguien que sabe usar adjetivos de manera brillante. Reducciones aparte, creo que he hecho un buen trabajo como editor.
Un descubrimiento
Descubrí a Pessoa cuando tenía 15 años. En una librería, abrí un libro de ensayos de Octavio Paz, al que todavía no había leído, y leyendo ahí me llamó la atención que Paz dijera que la poesía de Pessoa tenía muchos defectos, pero que su construcción poética de los heterónimos tenía una gran fuerza. No entendía nada, claro. Recuerdo que me pareció muy mal que Paz hablara mal de Pessoa, al que tampoco conocía. Y decidí leer a Pessoa por mi cuenta, y no a Paz. En los años subsiguientes, y porque me afectaba más ya que vivía en México, leí mucho más a Paz. No fue hasta que me mudé a Galicia que empecé a leer a Pessoa con atención, y fue en las ediciones baratas en portugués que vendían en la librería Couceiro de Santiago de Compostela.
Ahora bien. Eso que dije de haber descubierto a Pessoa en un ensayo de Paz a los 15 años, podría no ser verdad. No fue un sueño, pero puede que sea un recuerdo fabricado. No tengo manera de saberlo. Tengo las imágenes en la mente. Sé exactamente en qué librería fue, y hasta en qué sección: en la pared del fondo, donde estaban los libros de bolsillo. En algún momento, años después, leí ese ensayo, pero no recuerdo en qué libro. Con los años, he visto que puedo leer los poemas de Pessoa, de Alberto Caeiro y de Ricardo Reis en portugués, pero que prefiero leer a Álvaro de Campos y a Bernardo Soares en español. Ni idea de por qué.
Desorden
Siempre fui un lector desordenado. De joven, conocí a un gran lector que, cuando encontraba un escritor que le gustaba, se leía todo lo que ese escritor hubiera publicado. No es un sistema, pero creo que es mejor que el mío. Yo voy leyendo por afinidades, lo que me va interesando. Leo de rebote: si alguien dice algo que me llama la atención, allá voy. Ni siquiera a los poetas los he leído sistemáticamente. Es muy posible que haya leído todos los poemas de sólo dos: Octavio Paz y Eliot. De los demás voy leyendo fragmentariamente y conforme me apetece. Esto ha sido así incluso con Pessoa, uno de mis ídolos.
En la universidad sí que leí de manera más o menos sistemática. Ahora los románticos ingleses, ahora la generación del 27, ahora los poetas del Siglo de Oro español, ahora los poetas rusos en traducción. Pero aunque en cada clase había un sistema, yo era asistemático en que me anotaba a las clases que me interesaban. Me anoté a una clase sobre los románticos españoles porque sabía que vendrían en el examen final de la maestría, y que no tendría la paciencia para leerlos por mi cuenta. Creo que ése es el límite de mi coherencia como lector: el miedo a no saber cuando hay que saber. Desde entonces, al único romántico español que he vuelto a leer es a Larra.
Indiferencia
A veces alguna persona me pregunta qué debería leer. No tengo idea. Si me ataca la maldad, sugiero poetas, o el Quijote. Como (casi) no leo novelas, no suelo estar al tanto de lo que a la gente le gusta o le podría gustar. También me entra la maldad cuando le otorgan el premio Nobel de literatura a algún poeta: me alegro porque sé que los editores venderán menos libros que si se lo hubieran dado a un novelista. Yo sería el peor empleado de librería del mundo, y no por esnobismo, sino por indiferencia: soy de la (muy humilde) opinión de que cada quien debe leer lo que le dé la gana, y de que yo debo quedar al margen de esas decisiones.
Alguien viene y me cuenta lo que está leyendo. Aquí también la indiferencia me ha de brotar por los ojos. Sin embargo, si alguien viene y comenta lo que está leyendo y tiene ideas más o menos propias, me interesa y me importa lo que esa persona diga—entro en la conversación.
En la intimidad y en la amistad, ocurre lo opuesto. Me interesa completamente lo que la otra persona esté leyendo, incluso puede que hasta lo lea yo. Puede que hasta me sume a su entusiasmo. Pero es porque me interesa la persona y quiero estar cerca. Luego, si me interesa lo que llegue a leer a partir de esas conversaciones, eso ya da puntos extra.
Teoría del caos
Ya dije que soy un lector caótico. Esta semana leí ensayos de Bengt Oldenburg, de Jaime Gil de Biedma y de George Steiner, todos porque me bajé la colección completa en PDF de la revista Vuelta Sudamericana, que se publicó de 1986 a 1988. Empecé una biografía de Pessoa que acaba de salir (de ahí mi pesadilla del principio). Leí poemas de Eliot, de Cernuda, de Tomás Segovia, de Charles Wright, de Philip Larkin, de Jorie Graham, de August Kleinzahler y de Alberto Caeiro.
Leer un poema me lleva mucho tiempo. Lo normal es que a la primera no entienda nada. Hay que acostumbrarse a la voz, volver a empezar, detenerse en ciertos versos, en algún adjetivo. Pero todo empieza con que algo me llame la atención a la primera lectura. Si ocurre, le dedico tiempo; si no, paso a otra cosa. Esto es así incluso con poetas favoritos, ya que a veces no les puedo entrar y decido que será porque no es el momento, no tengo el estado de ánimo adecuado.
Soy muy injusto con los poetas que no conozco. Voy a la sección de poesía en una librería, agarro cualquier libro al azar, lo abro por cualquier parte y leo. Si algo no me llama inmediatamente, vuelvo a poner el libro en su sitio y saco otro. A veces, alguien me habla bien de un poeta desconocido para mí, pero rara vez voy y lo leo. Voy sólo a lo que me seduce y me interesa, o sea que si sólo me dicen que fulanito es un poeta muy bueno, mi desinterés será absoluto. Algo me tiene que picar la curiosidad. Algo me tienen que contar de lo que hace ese poeta, lo que les llamó la atención.
Mal comunicador
Yo sólo escribo poemas para cinco, quizá seis personas. Si el resto del mundo los lee, me trae sin cuidado. No es por elitismo, y menos por esnobismo. Los cuelgo en Paseante Extranjero en caso de que a alguien le interesen. Escribo para un círculo íntimo de personas con las que tengo conversación. He escrito poemas en conversación con amigos con los que hace años que no hablo, o con amigos que han muerto. Lo que importa es esa intimidad real, imaginaria o recordada.
No escribo para comunicar nada. Un poema es el objeto que fabrico y regalo a mi círculo íntimo. Si a ese círculo no le gusta o no le interesa el poema, me lo suelen decir, pero por lo general adopto la posición de la tía abuela que regala algún objeto decorativo feísimo que sólo se saca cuando viene ella de visita. Pero no me ofendo si se olvidan de sacarlo.
Como uno no sabe de qué va el poema hasta bien entrado el proceso de escritura, lo de querer comunicar algo me parece absurdo. Cualquier idea que el poema contenga, le pertenece al poema, ya que el poeta sólo pone en palabras un estado de ánimo que puede cambiar en cualquier momento. Después sólo queda aquel objeto, y no importa quien lo haya escrito, excepto en un sentido clasificatorio: los poemas de tal suenan de cierta manera, voy a leer otro, espero que haya más.
El peregrino
Se me ocurren ideas peregrinas que nunca, o rara vez, llevo a término. En una época pensé que podría escribir un diario en verso. Duró poco. En otro momento, pensé en escribir una serie de poemas durante mis viajes por la ciudad en colectivo o en el subte. Me di cuenta de que prefiero dedicar esos ratos a leer o a mirar por la ventana. Pensé en escribir poemas en las cafeterías de las estaciones de servicio, o en McDonalds, o sitios así. La idea era dejarme afectar por el tráfico de personas en esos lugares. No me parece una idea fallida, pero entre la pereza, el olvido, las otras cosas que hago, nunca me pongo.
¿Fue Rilke? ¿O alguien del siglo XIX? No recuerdo quién dijo que hay que cambiar de vida. Tengo claro que para cambiar de manera de escribir hay que cambiar de vida. Sin embargo, como soy animal de costumbres fijas y hábitos inquebrantables, para cambiar de vida tengo que cambiar de ciudad o de país. Tiene que ser el entorno el que me obligue al cambio. Luego me lleva entre seis meses y un año adoptar una nueva voz, otra manera de hacer poemas. (En Buenos Aires, por ejemplo, salió la Biblioteca Popular Ambulante.) Si sólo se trata de un viaje, lo más probable es que no escriba nada, a menos de que me pueda aislar, que encuentre un lugar cómodo y me obligue a poner lápiz a papel. En esas ocasiones, si sale algún poema, lo más probable es que sea distinto a lo que escribo normalmente.
Tengo la idea, probablemente también peregrina, de escribir muchos poemas de muchas maneras. Y algo así como borrarme en ellos. Se me ocurre que si no se los puede asociar a una voz reconocible como mía, voy ganando. Por ahora, sin embargo, el resultado está siendo negativo.
Dejar de escribir
Escribir poesía no es un acto voluntario. Uno escribe porque le sale. La voluntad está en aprender a hacerlo, en adquirir alguna destreza técnica. O se es poeta o no se es: hay que tomárselo como una broma pesada del Destino, hacer ver que uno es buena onda, fingir que se ríe, y seguir adelante con buena cara. (Si uno es Dylan Thomas o Pessoa, siempre tendrá el recurso de la dipsomanía.) Puede que uno decida abstenerse de escribir, pero no puede decidir un miércoles por la mañana que, una vez despachado el desayuno, se va a dedicar a la poesía. Yo siempre quiero dejar de escribir, y no puedo. Es como una herida que no sana, con todo y el drama de rascarse y el miedo a que se infecte. (Rupert Brooke, hombre guapísimo y famoso poeta de la Primera Guerra Mundial, murió de septicemia cuando se le infectó una picadura de mosquito.) (Lo comento como una manera práctica y relativamente fácil de dejar de escribir.)
Ahora tengo un par de poemas nuevos que no he colgado en Paseante Extranjero, y tres más en obras. Lo peor es que vuelvo a interesarme por problemas técnicos, por las formas, por el ritmo, todo cosas que mantienen ocupada la parte de mi persona ubicada de hombros para arriba. No puedo caminar por la calle sin estarle dando vueltas a un verso, sin buscar el adjetivo, la palabra oculta que resuelva el poema desde algún rincón secreto del cerebro, alguna neurona que de repente salte en la dirección equivocada.
Es lugar común decirlo, pero menos mal que la poesía carece de valor económico. Si lo tuviera, sería más fácil abstenerse, Bartleby moderno, y dedicarse a algo que diera dinero de verdad, como las finanzas o algún otro timo por el estilo. En cualquier caso, siempre me ha intrigado algo que dijo Wallace Stevens: Money is a kind of poetry. Lo dejo aquí como aviso e invitación a cualquiera joven que se sienta obligado a escribir poemas.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, huele al perfume de AB, que dejó un chal suyo encima del sofá. Ahora ese chal es de Ifi. No hay quien la mueva de ahí. Además, el chal tiene que estar en el sofá. Intenté ponerlo encima de mi cama e Ifi lo rechazó. Chal, sofá, portón abierto, vista al patio, creo que esos son los requisitos que exige la muy exigente gata del IF. El sofá es negro, el chal es negro, Ifi es gris oscuro y se camufla perfectamente.
2. Bueno, ya lo dije varias veces en el artículo, los poemas están en Paseante Extranjero. También, lo de echar una mano a la Niusléter, si son de esa gente que la lee cada semana, es buena idea, y se hace aquí.
3. Mientras escribía este artículo se me ocurrió el tema del de la semana que viene. Uno tiene que estar atento a esos micro milagros, no dejarlos pasar. Lo más difícil de esta tarea autoimpuesta es encontrar temas. Llevo como 200 artículos seguidos, 200 viernes seguidos sin fallar una sola vez. No es fácil. Pero se me ocurre una cosa: ¿por qué no me escriben con preguntas, sugerencias, quejas? A lo mejor de ahí salen nuevas niusléters. Por lo menos será divertido.
4. Por cierto, en la página del Archivo Histórico de Revistas Argentinas, una hemeroteca virtual que no tiene precio, se pueden bajar esos números de Vuelta Sudamericana.