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No encuentro el centro de Buenos Aires, y es como si hubiera perdido el mío. No me refiero al Centro, ni al Microcentro, con sus bancos y sus teatros, lugares donde la ciudad se pierde y se olvida. Tampoco me refiero al centro geográfico de la ciudad, cerca del Club Ferrocarril Oeste. Es raro que ese centro pertenezca al oeste y al ferrocarril, como si Buenos Aires no quisiera otra cosa que irse tierra adentro, irse de sí misma.
No encuentro el centro y así no sé adónde ir. Todas las calles de Buenos Aires me llevan a un tipo u otro de periferia, de frontera que se quiebra al ampliarse. Siento que me estoy alejando de algo, que si dirijo mis pasos hacia algún lado me estoy equivocando. Y no paro de caminar.
Camino en busca de algo que no sé qué es. En busca de Buenos Aires, quizá, o de su centro, del lugar que defina la ciudad y la concentre en su idea. Pero ese lugar no existe. O no lo encuentro. No es el Obelisco, por ejemplo. ¿Por qué iba a serlo?
Pero no es culpa de Buenos Aires. Esto me ha pasado en todas las ciudades, aquellas en las que he vivido y aquellas que sólo he visitado. Siempre he buscado ese lugar, el centro, quizá el Aleph de la ciudad. Y sospecho que si un día lo encuentro, veré que en ese lugar ya había estado y no lo había visto. O había estado y sigo estando.
Me imagino entrando en un café, mirar a las mesas, a la barra, al fondo. Y ahí en el fondo, de pie junto a la barra, leyendo o escribiendo, con un café enfriándose y un cigarrillo quemándose en el cenicero, estaré yo. Yo en otra época, más joven, y yo ahora, los dos en ese lugar al mismo tiempo, distintos pero el mismo, o al revés, el mismo pero distinto, con todos los años encima, toda esa vida sumada. En esta especie de duermevela, de sueño mientras camino por la calle, me veo ahí, al final de la barra, y me doy la vuelta, salgo de nuevo a la calle, no me acerco a mí mismo, sino que sigo caminando. A lo mejor tanto caminar, tanta búsqueda del centro en todas estas ciudades que he conocido es algo mucho menor, menos serio, menos importante. A lo mejor sólo busco lo que imagino que fui.
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Esta descentralización es el emblema de mi vida. Siempre estuve afuera y de camino a otro afuera, nunca en el centro de nada, nunca adentro, con la resguardo que eso implica. Sospecho que hay artistas del centro y artistas que se van alejando del centro, grandes músicos centrales y grandes músicos periféricos, pero poetas sólo puede haber afuera. Hay que escribir desde afuera del lenguaje, “como un extranjero en su propia lengua”, que dice Pessoa.
Cuando el lenguaje se vuelve central, o es apropiado por el centro, se vuelve burocrático, teórico, se llena de abstracciones. Hace de los verbos sustantivos y pasa del plural al singular como si la multitudinaria variedad de las cosas pudiera entrar en una categoría sola. El lenguaje del centro dice las cosas de una vez por todas, es legislativo y judicial. Peores son los lenguajes que aspiran a la centralidad, y a los poderes legislativo y judicial suman el ejecutivo. Se vuelven lenguajes policiales. Tienen delatores y hasta su propia policía secreta.
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Los lenguajes del afuera, cuando no aspiran a la centralidad, tienden a entregarse a una intemperie a menudo hostil, al viento que se lleva las palabras, al olvido, al frío que las acalla, al hielo que las aplasta como si fueran barcos atrapados en el ártico, al calor extremo en el que vibran como espejismos, a lo lejos, o se derriten sobre la arena en los lugares donde no hay nadie. En la intemperie, el lenguaje se teje y desteje sin cesar, dice y desdice. Texto y textil tienen la misma raíz, son entramados, hilos que se cruzan, y afuera, se van deshilando para hilar otros sentidos, incluso palabras nuevas. Por eso los diccionarios, obra de una autoridad central, no dan abasto.
Afuera el lenguaje se pierde y se gana como si estuviera en manos de un ludópata. Se pierde, más que ganarse. Uno lo encuentra en el momento en que lo ve todo claro, y un instante después, lo vuelve a perder, las palabras y sus sentidos se le borran, se desdibujan sobre la página, o habladas, uno escucha el rumor, pero las palabras no se entienden. Uno se vuelve extranjero sin saberlo, incluso sin serlo.
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Existe también ese lenguaje que parece venir de fuera, un lenguaje exterior o periférico, cuyas palabras van cambiando de sentido, y cuya sintaxis se rompe a cada rato, se vuelve inestable, pero es un lenguaje hostil, en marcha hacia el centro, que aspira al poder. Si lo gana, no tardará en petrificarse, en volverse obligatorio. Este no es el lenguaje de los poetas sino un lenguaje insurgente, revolucionario, que viene de la intemperie con el disfraz de un lenguaje que se pierde dentro y fuera de sí mismo, pero cuyo deseo profundo no es otro que el de la estabilidad completa, su imposición única, su permanencia para el resto de los tiempos.
También hay poetas que sueñan con ese lenguaje. Por lo general, de sus obras se salva algo del principio, con suerte algo de la época media, antes de que el sueño absolutista surgiera de su inconsciente y se apoderara de ellos. Octavio Paz tuvo que volver a la infancia, a la época anterior a su poesía, para poder volver a escribir poemas sin la vocación totalitaria que estuvo a punto de destruirlo. Es sólo un ejemplo entre muchos. Ezra Pound se volvió prácticamente incomprensible.
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Es importante el anonimato. No lo sabía, pero José Emilio Pacheco, en un poema-carta que es una declaración de principios, una poética, menciona una idea de Juan Ramón Jiménez, la de publicar una revista llamada “Anonimato”, en la que sólo aparecieran poemas, no los nombres de los poetas. El anonimato es una de las formas del silencio. Hace falta silencio afuera y dentro de uno para hacer un poema. Hay que ser casi un desconocido para poder seguir escribiendo desde afuera, en la intemperie, bajo la lluvia, corriendo calle abajo en busca de un café donde refugiarse y poner a salvo la página, antes de que la tinta se borre.
Pessoa dejó casi todos sus poemas inéditos, guardados en un baúl, algo muy propio del viajero inmóvil que fue. Beckett salió a la intemperie de un idioma que no era el suyo. Una vez un periodista llamó a la oficina de Wallace Stevens, que era ejecutivo en una empresa de seguros, y la secretaria le dijo que sí, que aquella era la oficina del Sr. Stevens, pero que ahí no había ningún poeta. Cernuda se suicidó en el exilio. Valente tuvo que conocer el exilio y el lenguaje extravagante (extra-vagante) de los místicos. Ashbery se fue a París a escribir de arte y otras cosas. Quevedo estuvo desterrado en su torre, aunque el suyo no fuera el destierro de Dante y menos el de Ovidio.
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La centralidad mata y el anhelo de pertenencia, que lo es también de centralidad, puede dejar mudo a un poeta. Baudelaire lo sabía y apenas se movió de París, un centro cuyos márgenes habitaba. Sus poemas tuvieron que ser rescatados del olivdo por las generaciones que vinieron después. A Borges, que vivió en otro centro, en Buenos Aires, lo daban por acabado en 1960. Luego publicó sus mejores poemas.
El poeta siempre traduce entre afuera y adentro, pero siempre desde afuera y sin buscar el centro. Por acercarse a la luz, las polillas terminan quemándose las alas en el fuego de la vela. El desierto, que en español significa paraje deshabitado, es donde vagan los poetas, a veces muertos de sed, tiritando de frío por las noches, con llagas y la piel levantada por el sol durante los días largos de caminar en pos del siguiente espejismo. Vagan solos.
7
Yo vago por la ciudad en busca del centro, como si fuera algo que perdí o nunca tuve. Ese es mi exilio. El afuera prometido. Sé que por momentos estoy cerca porque me voy quedando mudo, se me mueren las palabras en la boca y la tinta de la pluma se me seca, un problema importante para alguien que escribe a mano.
Voy por la calle, pierdo la noción del tiempo, voy solo. Atardece, cae la noche, cierran los comercios, el viento arremolina papeles y tierra, polvo que la ciudad acumula, que se va volviendo una tierra gris, ya muerta. No sé bien dónde estoy. ¿Por aquí llego a la Avenida Cabildo? No sé que colectivo me deja cerca de mi lugar, afuera. La poca gente que pasa tiene prisa, como si fuera a llover.
Las palabras se me acumulan como ese polvo, como esa tierra gris que los barrenderos siempre están levantando junto con la basura. (Soy amigo de barrenderos, de traperos, de pepenadores, de la gente que trabaja con la basura.) Estoy perdido otra vez y empiezo a sentir el alivio de un vaso de agua, ya no siento la boca tan seca. Puedo respirar mejor.
El centro asfixia al lenguaje. Los que hablan el lenguaje del centro hablan sin aire un lenguaje denso, de tierra seca, muerta, de polvo sólido que ni la lluvia logra llevarse del todo. El fondo del Río está lleno de ese sedimento, del cieno de sus palabras.
Camino por Buenos Aires y no encuentro su centro. Me alegro. Así tampoco encontraré el mío y seguiré hablando, escribiendo esta lengua extranjera— que también es la mía.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, llamó a la puerta de mi cuarto. Con la lluvia intensa habían bajado las temperaturas, y me pareció mejor cerrar para no pasar frío por la noche. Yo ya estaba en la cama cuando oí el golpe en la puerta y el maullido. Abrí. Ifi, indignada, entro en el cuarto como para hacer una inspección. Me metí en la cama de nuevo, y ella vino y se echó un rato encima mío. Me puse a leer, y cuando apagué la luz, ella se fue. Ahora sé que no debo cerrar la puerta.
2. El martes 27 de febrero participo en una mesa de homenaje al poeta y escritor mexicano José Emilio Pacheco. Es en el Fondo de Cultura Económica a las 18:30. Si quieren ir, me escriben y así les reservo lugar.
3. Como siempre, aviso que su participación (corazoncito, comentario) me ayuda a lidiar con la inteligencia artificial, el algoritmo de los buscadores. También pueden echar otra mano por medio de Mercado Pago, es fácil y barato. Ah, y los poemas están en Paseante Extranjero.
4. Si quieren una Niusléter en versión papel, editada por la Sección Editorial de la BiPA, sólo hay que pedirla. Escríbanme directamente respondiendo a este mismo mail.
Recordame lo del 27 de febrero. Me gustaria ir.