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Bajo del colectivo, cruzo la avenida y otra calle, estoy a dos cuadras de casa. Camino 50 metros e instintivamente saco las llaves. Me acabo de dar cuenta de que siempre las saco en el mismo lugar, a 150 metros de casa. ¿Por qué? Ramón dice que uno saca las llaves porque es como si así llegara antes. Le creo. No que se llegue antes, sino que uno tenga la sensación de que así llegará antes. ¿Pero por qué las saco siempre en el mismo lugar? A veces incluso me doy cuenta de lo absurdo que es sacar la llave a esta distancia de la puerta, y la vuelvo a meter en el bolsillo.
He vuelto sobre el sitio, a esos metros que caminando se hacen rápido mientras saco la llave, y no veo nada que pudiera provocar esa reacción, ningún estímulo pavloviano, ningún aviso subliminal. Mi única respuesta es la ansiedad, y pienso que esa ansiedad es la respuesta a una sensación de vacío, como si hubiera un espacio nulo que atravesar entre el final del viaje y la puerta de casa, como un hueco entre la realidad y el destino. Como ese hueco entre las ganas de consumir y la falta de dinero.
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Hemos venido deconstruyendo estos actos reflejos, o involuntarios, o instintivos (en un sentido memético más que genético) durante décadas. Todo ese conocimiento recibido, todos esos automatismos que han pasado por la trituradora crítica siguen existiendo, y muchos de los nuevos automatismos que hemos tratado de instalar en la sociedad, en nuestros comportamientos individuales todavía no son automáticos, hay que seguirlos haciendo de manera consciente. Algunos automatismos se siguen utilizando, incluso sabiendo que habría que deconstruirlos.
Tal es el caso del cubo blanco en las artes visuales. Paco Barragán publicó hace poco una diatriba contra el cubo blanco llamándolo kitsch. Dice también que el cubo blanco es el espacio del hombre blanco heterosexual, y que invisibiliza o quita potencia a otros discursos identitarios. Decir esto es kitsch. Pintar las paredes de colores o cubrirlas de papel pintado no lo es, pero puede serlo, y aunque no lo sea, no aporta gran cosa a la discusión.
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El cubo blanco es el espacio preferido por las instituciones públicas y privadas porque permite colgar cualquier cosa o instalarla o proyectarla. Las instituciones no tienen nada que decir al respecto porque van a remolque. De vez en cuando las sorprende y despierta una nueva idea estética, una nueva demanda social, y corren a responder y recurren a su cubo blanco que lo permite casi todo. (Cuando digo “nueva demanda social” me refiero a una que recientemente ha cobrado masa crítica entre las personas cercanas a los centros donde se toman las decisiones, aunque esa demanda haga décadas o siglos que existe.)
El cubo blanco se ha establecido como el espacio más neutro, de más fácil manipulación para responder a los cambios en el mundo del arte. No digo que sea neutral, ni que en él quepa todo. Digo que es el tipo de espacio que mayor flexibilidad ha demostrado dar a las instituciones.
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En 2014 me invitaron a dar una vuelta por el Centro Cultural Kirchner que todavía estaba en construcción en lo que fue el viejo edificio del Correo en el puerto. Cuando me mostraron las salas de exposición me quedé de piedra. Valían para colgar cuadros y poner algunas esculturas, pero nada más. Las paredes (blancas) tenían ventanas (que ahora tienen cubiertas de quita y pon), y los suelos eran de madera pulida y barnizada. Los techos eran bajos. Esas salas no valían, y siguen sin valer, para las necesidades del arte contemporáneo.
Hace falta altura, eso está claro. Nunca se sabe quién va a llegar con una instalación de seis metros de alto. Y el piso tiene que ser de cemento, y que en él pueda caer pintura o cualquier otra cosa que manche o queme o moje, y que se pueda limpiar fácilmente. Incluso tiene que ser perforable. Nada de eso se puede hacer con el piso de madera, tan caro de volver a pulir y barnizar, y todavía más si hay que reponerlo. Y si las paredes sólo valen para colgar cuadros, bueno, podemos volver al siglo XIX sin problema. El problema surge cuando nos preguntamos si queremos volver también a las actitudes, estéticas o morales, del siglo XIX.
Nada de esto se tomó en cuenta cuando se diseñó el nuevo centro cultural dentro del cascarón del viejo edificio. Las prioridades eran otras. Todo el énfasis estaba en “La ballena”, el techo que cubre la sala de música principal. Todo el mundo estaba encantado y fascinado con la famosa ballena que ha demostrado ser un capricho y de poca utilidad. Nadie pensó en que el CCK era un retroceso. Aún hoy, a ocho años de su inauguración, todavía no sabemos cómo utilizar el edificio.
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(Si se fijan, el edificio da miedo. No al público, pero sí a las autoridades que lo controlan. Está lleno de guardias y gente que dirige el tráfico. A mí normalmente me toca entrar por la puerta de atrás, la de los obreros, porque voy a instalar algo. Y me toman el DNI, me revisan la mochila, y tengo que declarar las herramientas que llevo como si no pudiera entrar y salir con ellas por la puerta principal. La puerta de atrás, donde te controlan todo, es por supuesto la puerta de los negros, de la clase obrera. A ellos (y en mi nomadismo social a veces soy uno de ellos) sí que los revisan y controlan. Por la puerta principal entra y sale cualquiera.)
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Las salas dedicadas a las artes visuales en el CCK tienen poca flexibilidad. No es que pertenezcan al hombre blanco, pertenecieron a un gobierno que no sabía lo que hacía, que no estaba al tanto de la flexibilidad necesaria para un espacio así, y ahora nos pertenece a nosotros como una tara genética, o una enfermedad heredada. Dudo mucho que el gobierno actual sepa qué hacer con este monstruo, mientras que los anteriores ya demostraron que no lo podían gobernar. El edificio les queda grande, y los espacios nos quedan chicos.
Y creo que sé por qué. El problema es que no ha habido la suficiente exigencia estética y moral por parte de los artistas, o no la hubo en su momento, y sigue sin haberla. El cubo blanco actual, el que se usa en las grandes instituciones, tiene la capacidad de responder a esas demandas con una rapidez que deslumbra.
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Paco Barragán dice que lo que está detrás del cubo blanco es el hombre blanco (hombre y blanco y heterosexual). Pero esa asociación de ideas (blanco es blanco) resulta insuficiente. Dice que el cubo blanco borra o absorbe las expresiones de todo el resto de las identidades, sexuales, raciales, étnicas, culturales, lingüísticas. (Si vamos a seguir asociando ideas, vale la pena aclarar que el hombre blanco heterosexual habla inglés, y sólo inglés; si en un cartelito de sala aparece algo escrito en otro idioma es por quedar bien con la población local, que nunca importa mucho.)
Creo que Barragán se queda en un lugar común progre—y eso es kitsch. Lo que hay que preguntarse en realidad es quién o qué gobierna el cubo blanco. Yo tengo una respuesta rápida: es el consumo.
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Hay que ver las grandes colas, colas larguísimas, de horas que se arman a la entrada de las grandes instituciones del arte. ¿Y a la gente le interesa el bodegón de algún oscuro holandés del siglo XVII? De ninguna manera. Les interesan las obras famosas, las que están más vistas y gastadas, las ultrapreaprobadas (como un crédito fraudulento), y lo que quieren es hacerse la foto delante de ellas para colgarla en sus redes sociales. Definitvamente, eso está mejor que llegar y marcar las propias iniciales en la obra. Gracias a la cultura digital, ahora podemos hacerlo sin estropear nada, ni robar a los demás del placer de ser los primeros, aunque no los únicos, en dejar su marca.
Estas instituciones responden al turismo. Tienen programas pedagógicos artificiales, pero eso es para quedar bien y que no se las tilde de elitistas. El Louvre fue el primer gran museo público. Al principio, se abría al público los fines de semana, e iba gente de todas las clases sociales. Durante la semana, el museo era un espacio de formación y estaba abierto a los artistas en ciernes para que pudieran estudiar y copiar las obras del pasado, algo que hoy resulta impensable. (La verdadera pedagogía está en las redes, no en las instituciones.)
Claro, no había la exigencia de ahora, la necesidad carnal de hacerse la foto, de avisar al universo que uno ha pasado por ahí. Tampoco había lo que en el MALBA antes era la librería y ahora llaman Gift Shop y que en argentino se llama Regalería, sustantivo feo, por pueblerino y local, que no cumple con las exigencias estéticas de nuestra burguesía, tan ignorante y cosmopolita ella. El cubo blanco del MALBA está dominado por el turismo y por el inglés, lingua franca del comercio y el consumo, las dos principales formas de conocimiento de nuestro tiempo.
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Si es el comercio y el consumo lo que gobierna el cubo blanco, ahora que más que ciudadanos y/o sujetos del conocimiento hay consumidores, lo que hay que preguntarse es qué o quién está detrás de eso. La respuesta rápida es Wall Street. Un poco más lenta: el mundo financiero. El cubo blanco responde no a las necesidades o gustos del hombre blanco, sino a las de los mercados financieros.
Son ellos, son los fondos de inversión y las multinacionales quienes piden esa flexibilidad a las instituciones del arte que, públicas o privadas, siempre son instituciones políticas. O sea comerciales. Y las instituciones responden con lo más fácil y barato, lo que mejor relación coste-eficacia tiene: el cubo blanco.
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El cubo blanco es el shopping, el buffet, de la burguesía progre universal. Ahí pueden encontrar las identidades de moda, incluida la del hombre blanco heterosexual, y los discursos de moda y las obras de los artistas del momento. Todo lo que hay que ponerse está ahí a la venta visual para la satisfacción total del espectador consumidor. También, en la Regalería, dicho espectador encontrará todo lo que necesite para volver a casa renovado y con la consciencia no sólo tranquila, sino iluminada.
Las instituciones además de ofrecerse al consumo, también consumen: obras, artistas, discursos— según lo que en el momento convenga, de ahí su tan flexible cubo blanco. Porque no importa. Lo que importa es que el número de espectadores/consumidores amerite los presupuestos que el Estado les otorga. Y el Estado no responde a los votantes, sino a los mercados financieros. (Pregúntenle a Rodríguez Zapatero por qué eligió salvar a los bancos en lugar de a la gente.)
Blackrock es uno de los fondos de inversión más grandes del mundo. Tienen un índice, llamado ESG (por Environmental, Social, Governance) que mide la corrección política de las empresas que cotizan en bolsa. Esto permite al inversor con consciencia social invertir su dinero sin sentirse culpable. Los museos y demás instituciones responden a índices similares generados por la academia, los partidos políticos y algunos grupos sociales, todos consumidores y consumidos, sujetos a las exigencias del mercado.
En realidad, toda la crítica del mercado de los años 60 y 70, está aún por tener efecto en las instituciones del arte. Lo que han hecho esas instituciones es crear mercados nuevos, paralelos, algo que en el capitalismo pasa todo el tiempo. Ahora comercian con las identidades o con la diversidad, haciendo ver que las representan, o les abren espacios (limitados) para que se representen a sí mismas, pero siempre respondiendo a las exigencias de los mercados que subyacen a esas instituciones. Las personas les traen sin cuidado.
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Uno puede entrar en la Galería Bond Street de la Avenida Santa Fe, en Buenos Aires, y si lleva suficiente dinero puede salir hecho un godo, un punk, un esquéiter en toda regla, con los tatuajes obligatorios y todo. La cosa depende de la imagen que uno quiera dar en un determinado momento.
Es ésta la representación mental que me hago de las instituciones y del cubo blanco. Son clientes y comerciantes en simultáneo de la Galería Bond Street, donde incluso hay una librería muy buena donde uno puede pillarse todo lo que haga falta para estar al día no sólo por fuera sino por dentro también. La verdadera cultura, la que impera en esta época que nos ha tocado vivir, es la del consumo. Digo lo evidente. No importa que uno haya leído a Kant o a Spinoza o a Edmond Jabés o a quien sea, importa qué zapatillas lleva, qué auto conduce, qué selfi se hace. Importa más la imagen que incluso la semejanza.
Estuve por última vez en Estados Unidos a principios de 2019. Mi hermana me dice un día: ¿Por qué no vas al Museo de Arte? Y yo le pregunto adónde va ella. Al supermercado. Me apunto. Se aprende más en un supermercado que en El Prado. Al menos, quiero decir, de lo que nos importa ahora. El supermercado es el metamuseo de nuestro tiempo, y es precisamente un cubo blanco: eso sí, lleno hasta el techo de todo lo que en realidad nos interesa.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, ni me dirigió la palabra el otro día cuando volví. Había estado fuera dos días, y ella me dejó claro lo prescindible que soy. Pero yo también atiendo a mi mercado: le puse su comida favorita, le hice mimos, le hablé. Al día siguiente, o sea ayer, ya vino a instalarse encima de mi escritorio, a maullar pidiendo mimos, a dejar claro que se va a dejar querer. Y yo, por supuesto, la quise.
2. Yo sé que vivimos en un país hispanoparlante, y que en esos países no se estila lo de pagar por la cultura, y sin embargo tengo un canal abierto para que dejen sus donaciones o suscripciones. Yo en cambio, y como ya dije, opino que la cultura es una de las formas del consumo. ¿Y si es así, por qué ha de ser gratis?
3. Como la poesía no se vende, o mejor, no la compra casi nadie (porque poesía vendida hay a montones), los poemas están en Paseante Extranjero, donde no se le pide nada a nadie, excepto que, si tienen un ratito libre entre compra y compra, echen un vistazo.
4. Este sábado tenemos Sesión en el IF. Es a las 20h. Habrá una serie de cortos (todos muy cortos), habrá conversación y comida (gratis, como siempre). Vengan. Es una buena oportunidad para conocer el espacio, para charlar, ver qué onda y, la verdad, pasarlo bien con eso que llaman cultura.