Hablando con los compañeros del IF la semana pasada, nos dimos cuenta de que padecíamos todos el mismo mal espiritual, siendo como somos bichos de ciudad. Le pusimos nombre a este mal: sed de altura. Llevamos tantos meses en el oeste-noroeste de la ciudad que, al ver que se aproximaban unos días de trabajo en el centro, la ilusión, tanto por el trabajo como por el cambio de aires, nos llevó a señalar nuestro entusiasmo por volver a estar entre edificios altos. Se me ocurrió que al mal que padecíamos había que añadirle un síndrome, así que lo llamé: Sed de altura y densidad urbana.
El lunes, temprano, cargamos un camión con lo ya construido y muchos materiales más para la construcción de lo que hay que erigir in situ—esto es para la gran instalación de Leonello Zambon en el Centro Cultural Kirchner, y nos fuimos para allá. Si me he pasado los días sentado, leyendo y escribiendo desde que comenzó la pandemia, aprovechando el buen tiempo que hubiera para salir a caminar a despejar la mente, el trabajo físico de la carpintería, de la carga y descarga, por muy duro que fuera, ha sido como por fin agarrar aire después de estar debajo del agua más tiempo del previsto. Y que ese trabajo nos llevara al centro de la ciudad, bueno, ha sido como volver a respirar de nuevo sin impedimentos.
Aún así, me di cuenta de cosas que duelen un poco, o al menos, que dejan una sensación de desazón un poco extraña—no sé si hay desazones carentes de extrañeza. Siento que el centro, como centro, está en vias de extinción. Vi muchos cafés y restaurantes cerrados para siempre. Muchos comercios tradicionales de esa parte de la ciudad que se han trasladado a otras, o que no volverán. Si se pierden los espacios de reunión, si los atractivos a pie de tierra desaparecen, sí, quedan los grandes edificios, pero queda también una sensación de ciudad fantasma: altura sin densidad.
El domingo por la noche, el Gobierno decretó el teletrabajo para todo el personal oficinista del estado nacional. La pandemia ha hecho estragos en la ocupación de las oficinas. En los alrededores del IF, zona industrial, veo que las fábricas están trabajando a tope: están los camiones de siempre, gente que va y viene. Creo que no estaba preparado para el ambiente medio desértico que vi el lunes por el centro.
Tras una larga mañana, de carga y descarga, llegó la hora de almorzar y salimos Avenida Corrientes arriba en busca de una de las pizzerías clásicas de la zona. Fuimos a Las Cuartetas. Por el camino, pasamos un restaurante en el que sólo vendían ensaladas, y por la vidriera vimos que sólo había mujeres comiendo ahí, cada una sola a una mesa. Otra visión de la realidad en los tiempos que corren. Le pusimos nombre: La Ensalada Solitaria. Nosotros requeríamos carbohidratos, proteínas y compañía.
Walter Benjamin: “La moda, como la arquitectura, es inherente a la oscuridad del momento vivido, pertenece a la consciencia soñada del colectivo. Éste despierta, por ejemplo, en la publicidad.”
Creo que esa “oscuridad del momento vivido” es el vivir sin sentirse vivir, es la vida cotidiana, o la vida normal de cada quien, en la que uno se deja arrastrar por la corriente del sueño colectivo sin ser demasiado consciente de ello. Nosotros estábamos conscientes, ayudados por la novedad, de lo que alcanzábamos a ver desde la vereda. Con tanto lugar cerrado, esa parte de Avenida Corrientes parecía un espejo roto en el que se reflejara la memoria, espejo que se sigue fragmentando en esquirlas que reflejan en todas las direcciones al azar. Hay que ir con cuidado al levantar esos cachos de vidrio virtual, o al menos no agarrarlos por el filo.
La vista desde el 7º piso del CCK, donde estamos trabajando.
De recién llegado a Buenos Aires, hace ahora casi 14 años, llamé a mi madre desde un locutorio de la Avenida Corrientes. Esta calle fue famosa en el mundo entero por los teatros, los cafés, las librerías, la música: una vida cultural intensa. Mi madre me sorprendió durante aquella llamada, cuando se puso a cantar un tango. No le conocía ese lado. Creo que a ella le hacía más ilusión la idea de la Avenida Corrientes, que a mí estar presente en ella. Fue un encuentro telefónico entre el mito y la realidad—esa clase de distancia temporal y espacial. Ahora derriban los teatros para construir edificios inocuos, iguales en todas partes, de acero y vidrio. Y más ahora todavía, con la pandemia y el teletrabajo, una capa más de distancia, esos edificios de oficinas de vidrio, parecen surgidos de un pasado que no se llegó a vivir. Son como una solidificación del olvido. Es esta una operación post-posmoderna: el paso de lo singular a lo anónimo, del sueño al vacío, de la consciencia a un reflejo de sí misma en esos muros de vidrio opaco, un reflejo en el que no hay nada que ver.
Las Cuartetas queda enfrente del teatro Gran Rex. Hace años, en el espacio comercial junto al teatro, se instaló La Lecherísima, que era una especie de cafetería que intentaba recuperar el ambiente de las antiguas lecherías porteñas, en las que, como su nombre indica, todo era a base de leche: mantecadas, malteadas, chocolate, submarinos, etc. En su momento, ese lugar ya no era un presente, sino un reflejo del pasado, un acto de nostalgia. Ahora ha vuelto el presente a ese espacio: hay un Starbucks.
(Como soy un esnob, me precio de nunca haber puesto pie en un Starbucks, en ninguna parte del mundo, ni tomado ninguno de sus productos, aparentemente hechos a base café. En mi videojuego mental, siempre que paso por delante de un Starbucks y no entro, me dan puntos. Voy ganando.)
En Las cuartetas, sentados a una mesa en la vereda, pedimos una grande de muzza y una birra, en homenaje a uno de tantos pasados que estábamos atravesando en nuestro periplo por el centro. Además había hambre, tras todo el trabajo físico de la mañana. Enfrente estaba el Starbucks, y yo acumulando puntos a lo bestia, simplemente por estar ahí. GD mencionó lo de La Lecherísima. GD es una enciclopedia andante y parlante de la historia de la ciudad, sus barrios y edificios, sus costumbres, la vida popular y colectiva, su cultura pop y su alta cultura. Siempre que tenemos alguna duda, es mejor recurrir a él que a Google porque ofrece más detalles, más color—y más inteligencia. Como GD sabe que me encantan las frases hechas y el lenguaje en su uso común y popular, mencionó que antiguamente existía la frase “gil de lechería”.
“Gil de lechería” implica un gran desdén. Las lecherías eran espacios amables, diurnos, principalmente dirigidos a mujeres y niños, en contraposición a los bares y cafés, espacios más bien masculinos. Esto es historia antigua. El gil de lechería sería aquel tipo que no se bancaba el alcohol y el café—y la sociedad masculina. Entiendo ese desdén. Es el mismo que siento por los Starbucks y la gente que los frecuenta, aunque ya sin el aire sexista. Mi desdén es unisex, como las peluquerías de los años 70.
(Cuando tenía 7 u 8 años, mientras me cortaban el pelo en una peluquería unisex de la Avenida Ferrocarril de Ciudad Juárez, vi como se caía de la moto un policía. Todos aplaudimos y celebramos el accidente. Nadie salió a ayudarlo.)
Ahora hay giles de Starbucks. Giles de una multinacional, que incluso políticamente correcta, sigue siendo una empresa dedicada al capitalismo extractivo. (¿No son este tipo de franquicias una forma avanzada del rentismo?) O para decirlo de otra manera, la corrección política es el discurso espiritual, fantasmagórico y a la vez consolatorio, del capitalismo neoliberal multinacional, esa fábrica de desigualdades económicas y sociales, que lo utiliza como pantalla de humo para ocultar la extracción de capitales de la vida diaria a los paraísos fiscales.
Habiendo terminado de comer, ya con el café, esperando a que nos trajeran la cuenta, se oyó un ruido, un golpe seco sobre la marquesina que teníamos por encima de nuestras cabezas. Luego se oyó otro y otro, y nos dimos cuenta de que había caído un cascote sobre la mesa de la señora de la mesa junto a la nuestra. Era del edificio de al lado del de Las Cuartetas. Si nos ponemos artísticos, vale decir que este fue un signo, incluso un símbolo, de la desintegración no sólo de los edificios del centro, sino del centro mismo y de la ciudad de Buenos Aires. La señora, naturalmente, se levantó espantada. Era una señora mayor. Explicó a todo el que quisiera oírla (nosotros incluidos) que era su cumpleaños, y como autorregalo, había salido a comer una porción de pizza, y había estado a punto de morir de una pedrada en la cabeza.
(Puede que a alguien le parezca triste esto de la señora mayor que por el día de su cumple sale sola a comerse una porción de pizza. A mí no. Primero porque no conozco las circunstancias de su vida. Segundo, porque yo mismo tiendo a la soledad, y a veces también me doy un pequeño gusto de esa manera. Tercero, porque hace diez años, el día de mi cumple, me encontré completamente solo también, y aquel día crucé la calle para ir a comprarme una botella de whisky, que no compré porque cuando ya la tenía en la mano me di cuenta de que no me apetecía tomar alcohol. Me compré una gaseosa y quedé la mar de contento.) (Además, qué insulto para esa señora sentir lástima por ella, ¿no?, como si su vida tuviera menos valor que la mía, o fuera de algún modo inferior a la mía.)
El martes nos compramos unas empanadas en un lugarcito de la Recova. Sentíamos la urgencia del trabajo, y no queríamos perder demasiado tiempo en la comida. Esa urgencia tiene que ver tanto con las ganas de trabajar como con la sensación de que hay mucho que hacer y el miedo a no poder completar el trabajo a tiempo. Más tranquilos el miércoles, viendo como iba la cosa, habiendo avanzado a marcha forzada, fuimos al Palacio de la Pizza.
Después del trabajo, con ganas de un café, salimos del CCK en busca de un bar. Todo cerrado, algunos sitios para siempre, otros por el día. La sensación de estar atravesando una ciudad fantasma era total. Tuvimos que ir hasta la esquina de Florida y Avenida de Mayo para encontrar algo no sólo bueno, sino abierto: London City, uno de los grandes cafés de Buenos Aires.
Por la noche fui a cenar a casa de AC. Ella había pensado pedir una pizza a El Mazacote, otra de mis pizzerías favoritas, pero la verdad es que yo estaba saturado. Por suerte, AC tenía en su heladera una variedad de quesos, aceitunas, tomates cherry, pan, y sólo hizo falta abrir un vino. Estuvimos de charla como 6 horas, entre contarnos la vida y discutir cuestiones conceptuales y artísticas. Yo me podía haber quedado ahí hablando hasta la hora del desayuno, pero AC me echó de su casa (muy correctamente, por cierto) a eso de las 4 de la mañana. Caminé hasta lo de LZ, donde caí rendido tras un larguísimo día de trabajo, comida y conversación.
Pero sólo dormí tres horas. El jueves por la mañana arranqué hacia el IF. Me tomé un 90 hasta Chacarita con la intención de cambiar a un 78 que me dejara a dos cuadras del IF. Pero soy débil. Ya que estaba por la zona, mi cuerpo fue solito y sin la menor ayuda, o resistencia, de mi cerebro hasta Imperio, donde pedí dos porciones de muzza y una empanada de carne para llevar. Al parecer, no estaba lo suficientemente saturado de pizza.
El lunes volveremos con intensidad a la ciudad fantasma. Queda mucho aún por hacer. Propongo a mis compañeros del IF que comamos algo distinto.
NOTICIAS
1. Doña Iphigenia Pantufla Romina Gertrudis de Lynch y Piaggio, la gata del IF, conocida mundialmente como Ifi, desapareció el lunes. Pero no se preocupen, apareció más tarde. Normalmente, ya me está esperando por la mañana para que le ponga de comer. Esta vez no había ni rastro de ella. Salimos a buscarla por el barrio. Nada. Más tarde, la vimos saltar del tejado del edificio contiguo y venir caminando tan tranquila por la cornisa hasta el nuestro. Bajó, entró por su ventana al edificio y se puso a maullar, que interpretamos como su saludo tardío de buenos días.
2. El martes por la noche, volví al IF, e Ifi, la gata del IF me estaba esperando en la puerta. Hubo que ponerle la comida especial, en medio de un griterío de entusiasmo como hacía tiempo que no le oía.
3. Más tarde, Ifi apareció en mi ventana y se quedó mirándome fijamente. Fui a buscarla y tuve que pasar más de una hora acariciándola. Al parecer, entre sus idas y venidas y las mías, Ifi notó un déficit de cariño que hubo que solventar apropiadamanete.
4. Cosa rara. Ifi nunca entra en mi oficina. Pero hoy, mientras escribía esta Niusléter, apareció por mi ventana, entró y se aposentó en un rincón de mi escritorio. Razón suficiente, creo, para dedicarle a ella toda la sección de noticias de esta semana.