Como suele pasar algunas semanas, estuve todos los días escribiendo tres posibles niusléters, y ahora, a la hora de la verdad, las deseché todas. No sé qué pasa los viernes, que no suelo levantarme con el mismo espíritu de pelea que otros días.
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Mientras me preparaba para escribir, en el teléfono me apareció un aviso de Google: “Un nuevo recuerdo para ti”. Fui a ver qué era, y eran fotos de la ciudad tomadas quién sabe cuándo. Luego me di cuenta de que no las había tomado yo, eran fotos de Buenos Aires elegidas por la inteligencia artificial simplemente porque estoy en la ciudad. Me daba la opción, también, de “elegir mis recuerdos”. Eso lo hago con frecuencia, sin necesidad de máquinas.
Hace 15 días fui al cierre de una muestra que era a la vez la fiesta de cumpleaños de un amigo que no tenía nada que ver con la muestra. Ahí me encontré con una pintora sobre la que escribí un artículo en 2008, y de la que hacía por lo menos diez años que no tenía noticia. No me acordaba de su nombre. Creo que Freud escribió algo sobre esto del olvido de los nombres, pero si lo leí no me acuerdo.
A veces me da vergüenza no recordar el nombre de alguien, y voy y le pregunto a otra persona. A veces no me da vergüenza, y lo digo abiertamente. Repito el mío también, por si la otra persona no se acuerda. De esta mujer no me acordaba y se lo dije, pero me acordaba de ella: “Tú eres la pintora abstracta.” Lucía Sorans. Ella recuerda el artículo que escribí sobre sus pinturas, yo no. Yo sólo recuerdo sus pinturas, los colores, el movimiento. Sus cuadros me vuelven a la mente de vez en cuando. O es la sensación de sus cuadros, la sensación que me dejaron.
Esto no es memoria selectiva porque yo no elijo nada. Recuerdo lo que me marcó, y nada más. De algunas amantes, por ejemplo, no recuerdo ni el nombre, pero me acuerdo perfectamente de una mujer con la que sólo hablé una vez, tomando un café. Doy por supuesto que a todo el mundo le pasa esto. Y también que hay personas que recuerdan todos los nombres.
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Ayer, charlando con GD de cine comico francés de los años 70, que veíamos en el cine porque esas cosas no las echaban por la tele, GD en Buenos Aires, yo en Juárez, él me dijo el nombre de una película que he llevado en el recuerdo durante casi medio siglo y nunca volví a ver ni a investigar. Aquí la titularon “Cinco locos en el supermercado”. Tengo imágenes de esa película grabadas en el cerebro, tengo la idea general del argumento. Los cinco locos tienen un almacén, y enfrente les construyen un gran supermercado. Toda la película son sus intentos de sabotearlo. Al final, pierden. No hay quien detenga el progreso. Años 70.
De la misma época recuerdo una película que en Juárez titularon “La gran batalla”. Recuerdo algunas imágenes, pero sobre todo que los soldados (rusos, alemanes, italianos, anglosajones y demás) hablaban cada uno en su idioma. Esa la encontré hace algunos años, me la bajé y resultó malísima. No recuerdo el título original, y verla fue una decepción. A veces es mejor quedarse sólo con el recuerdo. Lo malo es que no lo sabemos de antemano, sólo una vez recuperado el objeto del recuerdo, cuando ya es demasiado tarde.
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El dúo dinámico (Deleuze & Guattari) dicen en algún lado que hay que escribir de memoria, sólo a partir de lo que uno recuerda, sin ir a buscar la cita exacta. Así, uno escribe a partir de lo que lo marcó. Eso es lo que trato de hacer en estas niusléters, pero no siempre me sale. A veces me olvido del nombre de algún autor o artista, pero tengo la sensación de su obra. Recurro a Google, por supuesto, ese de los recuerdos artificiales.
4
Dos obras me impulsaron a la vida artística. De adolescente ya tenía la impronta, me pasaba la vida leyendo y jugando al tenis, tenía varios libros de historia de la pintura y me los sabía de memoria. Por desgracia, el dibujo siempre se me ha negado. A los ocho años, me echaron de la clase de dibujo: el profesor dijo que no tenía remedio. Tengo ese bloqueo mental, y nunca en realidad he intentado superarlo.
La primera obra que me marcó fue “Saturno devorando un hijo”, de Goya, en El Prado. Yo tenía 16 años. Al verlo, fue como si me hubieran dado una bofetada. He recibido muchas a lo largo de la vida (y dado unas cuantas), y sé lo que se siente: sorpresa y dolor al mismo tiempo. Si un hombre le pega a otro con la mano abierta, es para humillarlo. De esa también he estado de los dos lados. Y es lo que me hizo el Saturno de Goya, de alguna manera me humilló. Me sentí ofendido y rebajado por ese cuadro. Y me quedé ahí, mirándolo, durante mucho rato, tratando de procesar lo que me había pasado.
La otra obra fue “Un perro andaluz”, la película de Buñuel & Dalí. La vi un par de años después del Saturno. Para entonces, ya había desarrollado una forma de controlar las emociones, al menos hacia afuera. No sé cómo lo hice, pero es como si las guardara en una bolsa de papel para llevármelas a casa y examinarlas a solas. No tanto pensarlas como sentirlas, dejándome estar con ellas para ver qué son, qué me hacen.
5
(En una niusléter de hace rato escribí que estos artículos se habían convertido en una especie de autobiografía fragmentada. El otro día medio que me afearon esto. La idea es escribir de memoria, y como suelo hacerlo con prisa para que a ustedes les llegue a las 11 y cuarto, me sale lo que me sale. Algunos recuerdos son provocados por otros; otros lo son por el tema; otros los tengo que dejar fuera porque aparecen y no parecen tener nada que ver.)
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Tanto el Saturno como el Perro andaluz me llevaron a escribir, que al no saber dibujar, fue la forma que encontré para sacar las emociones de la bolsa y procesarlas. Si algo echo de menos de la juventud, es esa capacidad de absorción emocional. Ahora tengo que hacer un esfuerzo para bajar las defensas.
Tuve una novia que se enojaba conmigo porque, al andar por la calle, mi cara y mi actitud corporal cambiaban. Y sí, por la calle pongo cara de pocos amigos, y pongo el cuerpo de manera que de alguna forma se interprete peligro al verme: legado de mi vida en Juárez.
Un domingo por la mañana, caminando por Solís, la calle desierta, vi que un tipo empezaba a cruzarla y venía hacia mí. Me quedé parado, claramente esperándolo. El tipo cambió de idea, volvió a su vereda y siguió su camino. Ven y arriésgate, hijo de puta, esa es mi actitud general por la calle.
Otra vez, AC se había tomado un taxi a mi casa en Cosntitución. El taxista le dijo que no era buena idea que una chica guapa y con clase como ella anduviera por esas calles. Señaló a un tipo que estaba parado en la esquina como ejemplo de los peligros de la zona: era yo.
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Sí, envuelvo mis emociones en una costra de silencio, de violencia contenida, y luego las examino con calma. Fue mi tía Tere, una mujer golpeada, muy maltratada por su marido, la que me enseñó a contener la agresión. Yo tendría diez años, estábamos en el jardín de enfrente de la casa, mirando pasar a la gente, y ella empezó a hablar. El viejo código: si yo quería ser un macho, un hombre de verdad, no podía pegarle a las mujeres.
A lo mejor es por eso que no entiendo lo que ahora llaman violencia de género. Para mí ser un hombre significa muchas cosas, y una muy importante es el dictado de mi tía. Una vez nos llevaron a verla, y la encontramos en cama, con la cara toda hinchada, llena de moretones, y los brazos y el cuello. Cuando vi el Saturno de Goya por primera vez, pensé en mi tía, se me revolvieron todas esas emociones de la infancia en la vieja casa de Juárez.
Cuando digo que no entiendo la violencia de género, quiero decir que me parece increíble que a esos hombres no les hayan enseñado a ser hombres. Sé que lo que estoy diciendo es imperdonable hoy en día, pero creo que es importante decirlo: se trata de entender la violencia, de canalizarla y aprender a usarla, no de reprimirla o llorar porque existe. Si nos ponemos platónico-derrideanos, la violencia es un fármaco: te puede matar o te puede salvar la vida, y muchas cosas más, depende de cómo la uses.
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Era muy joven, estaba en la cama con una mujer de mi edad, en pleno polvo, cuando me pidió que le pegara. Fue como si me hubiera pegado ella—a mano abierta. No pude hacerlo. Eso cambió con los años y la experiencia, pero en aquel momento no supe lidiar con las emociones que su pedido me generó. Miedo, horror, asco. El retorno de Saturno. Tres días antes, le había dado un rodillazo en la cara a un tipo y luego varias patadas cuando ya estaba en el suelo, sin el menor problema.
9
Hace poco, en una librería de viejo, encontré una edición ajada de ensayos de W. Somerset Maugham. Contiene uno acerca de tres diaristas franceses del siglo XIX y principios del XX. Esos diarios, que se publicaron en su momento, están llenos de mierda. En ellos, el diarista correspondiente habla con virulencia acerca de la gente a su alrededor, o acerca de sí mismo, contando cosas que no se deberían contar en público. Me dije: yo podría intentar algo así en la Niusléter, decir cosas que no conviene decir, contar cosas que no conviene contar. Mostrar cosas que algunas personas cercanas conocen, pero que suelo guardar tras esa barrera de silencio que me permite procesar las emociones.
Y claro, lo que cuento aquí ya está procesado, que no quiere decir superado. Sigue estando ahí—aunque ya no en crudo, sigue siendo parte de mí.
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Yo también llevo un diario. Es mi gimnasio emocional y estilístico, un lugar de ejercicios espirituales. Está lleno de mierda. No es que en él hable mal de la gente que me rodea, es que dejo salir las emociones en toda su crudeza. En otra época lo hice en los poemas, pero luego encontré que el diario era más rápido, más inmediato, y que me servía para entender mejor lo que me estaba pasando por dentro. Ahí aparece Saturno. Aparece la mano cercenada, en medio de la calle, y soy yo quien la toca con un bastón, la examina, le da vueltas. Es mi ojo el que corto con una navaja de afeitar.
Pero tengo que ir con cuidado. No de escribir cosas desagradables, no sea que alguien lea aquello cuando yo haya palmado, sino de no escribirlas. A veces tengo que obligarme, y es que lo que más miedo me da no es la opinión que un futuro (y espero que inexistente) lector pueda tener de mí, es que todas esas emociones se me pudran adentro.
Hay gente que acude al psicólogo. Yo no voy porque me conozco: me pondría a discutir con esa persona, defendiendo mis pensamientos y mis acciones, y terminaría mandándola a la mierda. O me pondría esnob, en plan erudito, que también es una forma de violencia (aunque más chafa), para ponerla en su sitio. Tardaría tanto tiempo en bajar las defensas, la costra de silencio, que me saldría carísimo eso de la psicología. En cambio, un cuaderno y un lápiz salen baratísimos y duran un montón. Y me permiten estar ahí, dándole vueltas a las cosas hasta que empiezo a ver alguna luz, empiezo a entender que coño me pasa.
(Bueno, y todo este rollo vino porque Google me anunció que tenía algunos recuerdos para mí. Recuerdos falsos, recuerdos de mínimo común denominador, de una pobreza brutal y embrutecedora.)
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Anoche fui a la muestra de Lucía Sorans, la pintora cuyo nombre no recordaba. Me contó que ya no pinta al óleo, que había llegado a un punto en el que se estaba intoxicando con todas las sustancias que ese medio requiere. Su pintura siempre fue corporal, de meter todo el cuerpo en el lienzo, dejando salir todas sus emociones. Ahora pinta con tierra. Por lo que vi en la muestra, le queda mucho trabajo por delante. Y no lo digo como crítica, sino como ilusión, como alegría. Lo que más me interesa de cualquier proceso artístico es precisamente el trabajo, lo que se está haciendo y lo que queda por hacer. El resultado es para los giles.
Me gustaría poder estar en el proceso, en el ajo, de otros artistas. Estar en su taller mientras trabajan, yo en silencio, simplemente viéndolos trabajar. A veces se puede, a veces no. Mi diario es mi taller, y ahí no dejo entrar a nadie. En mi diario está la BiPA, está la Niusléter, están los poemas en su forma más cruda, están mis emociones y mis recuerdos. Es un lugar ya común decir que exponer es exponerse, pero no por eso deja de ser cierto.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, oyó que abría un paquete de comida y asomó la cabeza por la ventana. Apareció así de repente la cabecilla, los ojos bien abiertos. Fue un momento de dibujos animados que me hizo reír en voz alta. Hacía mucho que no me reía de esa manera, y fue como si me limpiara el ánimo. Gracias, Ifi.
2. Este fin de semana, es La Gran Paternal. Si van al taller Musgo, podrán conseguir el libro de Mariana Luz Ticheli que la Sección Editorial de la BiPA sacó el año pasado. El domingo, no sé a qué hora, Mariana hará una perfo ahí, en ahí. Si quieren, nos encontramos y charlamos un rato.
3. Estoy por no enviar esta niusléter. No estoy acostumbrado a contar ciertas cosas si no es tras el velo del arte. Ayer leí un poema de Christian Bök. Está lleno de descripciones hermosas de un paisaje nocturno. Al final, llega al grano: le dice a su amada que no la olvida. Esos versos me agarraron como un trapo mojado y me exprimieron. A lo mejor sí que conviene callarse, y luego dejarlo salir por el filtro de lo bello.
4. Como me siento culpable, no les voy a pedir que echen una mano por MP. Ni siquiera voy a poner el enlace.