I can’t go on, I’ll go on.
—Samuel Beckett
1
Soñé que había fracasado en todo—que he fracasado en todo. En la vida y en la poesía. No es una buena idea, para empezar el día, levantarse con la sensación de que ya nada tiene remedio. Es una macha de tinta que se va expandiendo sobre la página del cuaderno en el que uno quiere escribir a la mesa, cae al suelo y sigue su pequeña, incontrolable, inundación hacia la puerta de la calle, escapando por debajo como un río subterráneo para salir al mar de la calle, la ciudad entera.
Por la tarde, todavía con una sensación de vacío en las puntas de los dedos y la boca del estómago, algo me movió a buscar en mis estantes caóticos un libro del poeta inglés, Philip Larkin. No sabía, en ese momento, por qué Larkin. Me puse a leer el primer poema de The Whitsun Weddings, “Here”. Y en medio de todo el pesimismo de Larkin, encontré un verso (en realidad una oración que empieza en un verso y termina en el siguiente): Here silence stands like heat.
2
La verdad es que no sé, y probablemente nunca sabré, si alguno de mis poemas tendrá valor. Hay poemas, entre los míos, que gustan; sé de algunos que han emocionado al público cuando los he leído. Me gustaría que alguno sobreviviera, pero tengo claro que no depende de mí.
De mí dependería moverlos, insistir en que se leyeran o escucharan. Aquí, sin embargo, surge un miedo que heredé de habérselo leído a Eugenio Montale: se les puede echar demasiada luz. Luz: que se lean demasiado, que se vea la trastienda, que se sepa demasiado del autor.
Nunca he entendido la diferencia entre el perfeccionismo y el miedo. A veces, el perfeccionista no se pone a trabajar por miedo a que el poema no salga. A veces, el poema es abandonado porque no da la talla, no se le encuentra la salida, o el tono, o el ritmo. A esa trastienda me refiero.
(El ensayista inglés Charles Lamb fue invitado, en Cambridge a principios del siglo XIX, a ver los manuscritos de John Milton. Quedó horrorizado, deseando no haberlos visto, queriendo tirarlos al mar, destruirlos. Había sido testigo de la imperfección de algo que consideraba perfecto. Los borradores estaban llenos de tachaduras, de notas al margen, de reescrituras. La Revolución Industrial no había hecho mella, todavía, en la consciencia general, y tampoco en la artística, en el sentido de hacernos conscientes del proceso, de las pruebas y los cambios que la elaboración de cualquier objeto, sea un poema o una computadora, requiere.)
Guardo mis cuadernos, donde está la mayoría de los borradores de los poemas, las primerísimas versiones, con tachaduras y sobreescrituras. Los guardo por una especie de nostalgia, pero no son para ver o para ser examinados. Los guardo, en realidad, como testimonio de que he trabajado, la prueba física de las horas interminables y los años pasados en esta cárcel que es la poesía. Es una cárcel, sí, aunque tenga buenas ventanas al exterior.
3
Larkin fue bibliotecario en la Universidad de Hull. Fue una especie de ermitaño en esa ciudad industrial del Norte de Inglaterra, que aunque tenga puerto parece que no irá a ningún lado. Rara vez iba a Londres, y no era de viajar al exterior. Se negó siempre a promover sus libros y a participar en la escena literaria de la capital, por ese miedo a la luz del que habla Montale, quizá.
Yo vivo en una capital en la que existe una saludable afición a la poesía, al menos por ahora, y no es que me haya negado abiertamente a participar en su ambiente literario, mi negación es más sencilla: prefiero pasar las horas leyendo, y algunos minutos de esas horas escribiendo, que persiguiendo prebendas en la política oficinista de la literatura.
No me comparo con Larkin, busco en él algún consuelo. Me digo que ya saldrán los poemas, que existe la posibilidad de que dos o tres de ellos (y eso ya es ambicioso) resulten legibles en algún futuro. Larkin se dedicó, con todo el pesimismo posible, a escribir sobre la fealdad de la vida y los lugares en los que se encontraba. La fealdad genera una especie de vacío, de sensación de fracaso, de inutilidad incluso, que él llenó de belleza. De exactitud en su estudio poético de esa fealdad, y de las vidas llevadas al olvido. En la poesía, la belleza y la exactitud no es que vayan de la mano, es que son la misma cosa. En la música está claro que no puede haber belleza sin exactitud, aunque es posible que pueda haber exactitud sin belleza. A lo mejor es así también en el resto de las artes. En la poesía, considero que exactitud y belleza son lo mismo.
(En la poesía, las palabras van dando el sentido, mientras que en la prosa hay que ajustar las palabras al sentido. Son dos tipos distintos de exactitud.) (En la poesía, el ritmo forma parte de esa exactitud, mientras que en la prosa no es necesario, pero si está, decimos que esa prosa es bella—como prosa, no como algo poético.) (Podemos seguir con estas comparaciones y distinciones hasta que se termine la tina o se vaya la luz, pero no lo considero necesario: ustedes mismos pueden seguir en busca de ese infinito polémico que es la diferencia entre la poesía y la prosa.)
4
Mientras, sigo con mis pequeños experimentos, fracasando las más de las veces, llenando cuadernos con versos inútiles y oraciones que tropiezan y caen en el silencio. Mantengo los cuadernos en un sitio donde no los pueda ver. De vez en cuando, muy de vez en cuando, necesito volver a uno para ver cómo fue el proceso de un poema al que me recuerda el que esté escribiendo en ese momento, y me vuelvo loco para encontrarlo. Están todos ahí, sólo que apilados detrás de dos hileras de libros. (Los estantes son anchos, más industriales que domésticos.)
De los poemas terminados, que son minoría, no me atrevo a descartar ninguno porque desconozco su valor. Tengo miedo de que éste que me parece fácil valga para alguien, y aquel que a mí tanto me gusta no sea más que una invitación a dejar de leerlo. O peor, una invitación a dejar de leer poesía, cualquier poema—algo que ha de pasar muy a menudo, una persona lee el poema equivocado y queda inmune para siempre a los encantos y encantamientos de la poesía. (Por esto estoy en contra de que se lea poesía en las escuelas, no hay nada peor que obligar a alguien a leer un poema.)
5
Luego está la Biblioteca Popular Ambulante, que yo denomino poema conceptual. De ese trabajo, de años, y que continúa, me han dicho que es importante. Pero a mí me asaltan las mismas dudas que con los poemas. ¿Vale la pena pasar tanto tiempo, gastar tanta energía en estas cosas?
Si uno mide su vida por lo conseguido y lo comprado, está claro que la respuesta a esa pregunta es un No rotundo, absoluto. Si uno recuerda que ningún imperio dura para siempre, y que en la tumba no cabe gran cosa, y que a lo mejor los ceros acumulados del lado izquierdo del punto decimal en cuentas de banco sólo sirvan para alimentar el recuerdo a corto plazo, a lo mejor la respuesta es distinta.
6
Yo creo que la ambición de todo poeta, y su función, debe ser dejar un poema que la humanidad considere válido. No se trata de grandeza, me refiero a lo contrario, a una humildad completa. Uno trabaja toda la vida y ofrece su trabajo a los demás, aunque sean pocos, y si de ese trabajo una mínima fracción es aceptada como digna, uno no puede más que mostrar su agradecimiento. No a la gente del futuro, sino a las circunstancias que hayan permitido que ese poema sobreviviera y fuera considerado por esa gente.
Como no creo en un más allá, en ningún tipo de vida después de la muerte, he decidido mostrar ese agradecimiento ahora, mientras todavía puedo. Ahora lo que puedo mostrar es mi agradecimiento por las circunstancias que me han permitido escribir los poemas y construir la BiPA. Esto implica, creo, más que un sentimiento religioso hacia lo sobrenatural, un sentimiento religioso embebido en lo cotidiano, en lo que he podido leer, en el techo que me cubre y me protege de la intemperie, en los amigos y la familia que me han ayudado, y hasta en Ifi, la gata que me hace reír todo el tiempo.
Este agradecimiento implica una responsabilidad. Las circunstancias apostaron a mi favor, y yo tengo la responsabilidad de responder con toda mi habilidad y mi pasión. En los 90, cuando terminé La arena prometida, mi primer libro, sentí el alivio de haber cumplido: me dije que ya no tendría que escribir más poemas. Y sin embargo, algo en mí resurgía siempre con la impertinencia de un verso nuevo, y la responsabilidad renovada de terminar el poema que ese verso inauguraba. Treinta años más tarde, sigue pasando lo mismo: hay que terminar el poema, trabajar en él hasta que no se pueda más y soltarlo.
7
Creo que no es extraño que esta duda profunda, esta sensación de fracaso, de vacío me haya invadido ahora. Estoy a dos semanas de cumplir los 60. Me hago viejo y me entra la prisa—es mucho, todavía, el trabajo que queda por hacer. Interpreto ese mal sueño de ayer por la mañana como un acicate, un empujón, que me mueve a trabajar más.
No es que no me quede otra opción. Siempre puedo hacerle caso a ese fantasma que vive conmigo y que niega el valor de mi trabajo, y abandonar. Pero luego siempre sale el otro fantasma, el que viene con un verso nuevo y señala con su dedo transparente al cuaderno, al escritorio. No me muevo entre el bien y el mal, sino entre el silencio y el verso.
Cuando me puse a escribir estas niusléters en 2020, pensé que serían una buena escapatoria, una trampilla en el escenario, que me permitiera evadirme del poema y sus exigencias. Me propuse, y hasta ahora he cumplido, que publicaría una cada viernes hasta el final de mis días. Tenía que ser algo así de absoluto, o la evasión fracasaría. Ahora tengo un trabajo doble. Los poemas y los artículos semanales. Y estoy añadiendo más trabajo: estoy volviendo a escribir sobre arte, y me he propuesto aprender a escribir retratos, que me parece lo más difícil que hay.
Y todo esto, toda esta escritura, no es más que una huída hacia adelante. Hay que huir, como se pueda, de ese fantasma que aparece en pesadillas, el fantasma del fracaso.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, se ha portado muy mal esta semana. Estuvimos peleados dos días. Simplemente le dio por no comer. Pedía y pedía, yo le ponía comida en el plato, y no la quería. Por fin ayer pude ir a comprar otra comida, y comió. Creo que el problema fue que le di atún. Si abro una lata, le echo el agua en un plato y se la bebe feliz de la vida. Sopa fría de atún. Luego le suelo dar unos cachitos. Bueno, pues sólo quería atún, la cabrona sibarita. Aunque es muy posible que hayamos vuelto a la normalidad.
2. Mañana, sábado 15 a las 18h., en El Local (Juan B. Justo 4328), Andrea Beltramo le hará una entrevista pública al pintor Juan Giribaldi. Yo iré. Vayan ustedes. Creo que les valdrá la pena.
3. Hay un poema nuevo en Paseante Extranjero, que por supuesto no tienen la menor obligación de leer. Pero ahí está. Hay quien se suscribe a ese blog, y le llegan los poemas conforme los voy publicando. Tienen esa opción. Otra opción es suscribirse por Mercado Pago a la Niusléter, que aunque es muy barato, ayuda un montón. (Soy de la humilde opinión de que si nosotros no ayudamos a nuestros escritores leyéndolos, comentándolos, comprando sus libros o suscribiéndonos a sus blogs, luego no nos podemos quejar que el Estado tampoco lo haga.) (Un poco de chantaje emocional no le viene mal a nadie.)
4. Pueden, también, apretar el corazoncito. Por ridículo que parezca, ayuda con los algoritmos y esos nuevos problemas que trae la vida actual. También pueden dejar un comentario, o escribirme directamente. En última instancia, pueden compartir este mail, o la Niusléter en sí con enemigos presentes, pasados y futuros, con la familia, y demás gente que no lee. Todo ayuda.