Llevo ya más de un año enviando estas Niusléters cada viernes: una buena dosis de trabajo. Esta semana escribí dos (más ésta), pero no las envío porque no me termina de quedar bien el tono. Creo que lo de conseguir el tono adecuado, o el tono que prefiero, es más difícil que encontrar temas. El de hoy, como verán más abajo, surge de una conversación que tuve ayer.
Lo que noté después de esa charla es que estoy, no sé muy bien cómo, en modo recuperación. Y lo que estoy recuperando son maneras, costumbres, formas de hacer las cosas que pensaba que pertenecían al pasado, al menos al mío. En esto ha jugado un papel importante la soledad. Al no tener que compartir demasiado el espacio y el tiempo con una o más personas, uno deja de adaptarse consciente o inconscientemente a ellas y sus maneras de hacer, y va revirtiendo a las propias. La pandemia, con la soledad obligatoria, me ha venido muy bien.
Una recuperación importante es la de esta hoja parroquial, que había abandonado en 2017. Me interesaba la disciplina casi periodística de escribir con una frecuencia fija, y me interesaba volver a la prosa. Sigue siendo difícil, pero no me quejo: disfruto un montón, incluso cuando no se me ocurre qué escribir. E incluso cuando escribo algo que sé que no voy a publicar, o cuando lo escribo pensando en publicarlo y dándome cuenta luego de que no lo quiero publicar. Diría que el criterio principal es el grado de salvajismo en la expresión, la dureza. Vivimos en una época de blandura moral y estética, y al mismo tiempo, de dureza en la indignación, y hay que ir con cuidado con cómo se dicen las cosas. Nadie se indigna mejor que una persona blanda. A veces pienso si tendría más suscriptores escribiendo en plan salvaje. No lo sé. En cualquier caso, conseguir el tono adecuado, como en poesía, es lo divertido. Y recuperar estos escritos semanales ha sido un bálsamo.
(Digo que estoy en “modo recuperación” porque lo siento como la convalecencia que sigue a una larga enfermedad. O a lo mejor es la convalecencia la que es larga.)
Mis amigos saben que odio la música. Lo saben porque se lo he dicho millones de veces. Y es mentira, claro. Es una forma de protegerme del ruido de los demás. Tu música será mi ruido, tu deleite será mi molestia. Crecí escuchando música, y a partir de la adolescencia empecé a ir a conciertos de todas clases. La música en vivo siempre fue una de mis grandes aficiones.
En mi época de pobreza absoluta, cuando a menudo no tenía dinero ni para un pancho, me dedicaba a escribir por la mañana, y me pasaba las tardes deambulando por Barcelona. Vivía en el Barrio Chino, el que ahora, por pudor, llaman El Raval. Una tarde, paseando por el Gótico, me quedé escuchando a un trompetista extraordinario que se había apostado en la puerta de la iglesia en la Plaça del Pi. Habré estado como una hora ahí, de pie, escuchando. De repente, se me puso al lado un señor (que no sé qué hacía acercándose a aquel punk con cara de mala hostia—me dicen que sigo teniendo cara de mala hostia, a lo mejor por eso la barba, el barbijo natural) y me dijo que era una pena que este músico tuviera que tocar en la calle. Le respondí que a mí me encantaba. Y dijo, que sí, pero que la pena era que este trompetista era mejor que los de la orquesta del Liceo. Le pregunté si iba mucho al Liceo y dijo que todos los días: era uno de los violinistas.
Unos años antes, ya movido por el punk, empecé a aficionarme al jazz. El jazz tiene algo de punk, con la diferencia de que los músicos saben tocar sus instrumentos. Pero es la actitud hacia la música lo que cuenta. Todavía no había descubierto a Miles o a Coltrane, pero ya le estaba entrando a Charlie Parker. Decidí que tenía que ir a Señor Jazz, el único bar en El Paso donde tocaban jazz en vivo. Pero era menor de edad. En Estados Unidos, hay que tener por lo menos 21 años para entrar en los bares. Fui igual. Me senté en el fondo para que no me vieran. Logré oír un set antes de que viniera el dueño y me dijera que me tenía que ir. Insistí en que tenía que escuchar aquello, que no bebería alcohol. Imposible. Pero llegamos a un acuerdo. Él dejaría la puerta abierta, y yo me sentaría en la vereda y así podría escuchar. Me quedé hasta que cerraron.
En el Soundseas Performance Warehouse de El Paso, y en otros espacios, llegué a ver a tantas bandas punks que ni me acuerdo de sus nombres. Creo que vi a todas las que luego fueron marcadas como importantes. Pero lo importante era la energía. Vi a Flipper en un sótano junto a la estación central de la policía. El lugar había sido un bar gay, y ahora el terciopelo rojo de las paredes estaba todo pintarrajeado y roto, destruido. Les he contado a mis amigos que detesto a Black Flag, y no es que no me gustara lo que hacían, es que los conocí en persona y eran unos esnobs. Siempre he pensado que ser artista y esnob debería estar contraindicado.
Años después, en Lawrence, haciendo el posgrado, fui a escuchar de todo. Música clásica, jazz, punk y lo que hubiera. No sé cómo será ahora, pero a principios de los 90, las ciudades universitarias eran un oasis, sobre todo en torno a la música. Vi a los Pixies en el salón de baile de la Unión de estudiantes, a Kronos Quartet en un auditorio de la Facultad de Bellas Artes. Y vi muchas veces a una de mis bandas favoritas de todos los tiempos, Sin City Disciples: punk blues, o algo así, algo que salía del alma obrera del Midwest y era tan salvaje que en uno de sus conciertos en el bar Bottleneck, me fracturé una costilla en el pogo. Bill Hoag me llevó a mi primer concierto de SCD, y todavía no se lo he agradecido. ¡Gracias, Bill!
Soy incapaz de tocar un instrumento. Pero amo la música. Lo que me pasa es que tengo que estar en medio de ella. No alejado, no escuchando un disco, y menos algo de Spotify. Tengo que estar ahí, abierto a que me parta el alma, me rompa el corazón o una costilla o el cerebro o lo que haya que romper. Oír discos es un sucedáneo. Un intento fútil de estar en otro lado cuando uno claramente está anclado en el ruido/silencio del aquí y ahora. Puedo hacerlo, pero durante años me he resistido. La recuperación reciente ha sido la de volver a escuchar de lejos, guardado en mi guarida. Sin embargo, escuchar con auriculares es lo peor. Soy sordo del lado derecho y no es que del izquierdo oiga demasiado bien. El otro día me puse con un disco de Herbie Hancock y pensé que faltaba algo. ¡Faltaba el saxo de Dexter Gordon! Y claro, era porque la cosa estaba en estéreo y me estaba perdiendo todo lo que salía por el otro auricular. Tengo que armarme algo para envolverme en la música. Le pediré ayuda a LZ.
Otra cosa que he recuperado es el placer de hablar por teléfono. Eso fue gracias a LZ. Hemos tenido conversaciones intensas de cuatro horas de las que han salido no pocas de estas niusléters. Si no es en persona, tiene que ser por teléfono. Nada de videollamadas, que te obligan a estar anclado ante la pantalla. Whatsapp es gratis, aunque a veces la calidad de la llamada sea mala. Con el teléfono, me pongo el auricular (sólo uno, evidentemente) y puedo hacer otras cosas mientras hablo. Normalmente, me dedico a caminar a lo largo y ancho del IF, o sea que algo de ejercicio hago, si no he podido salir a la calle. Lo de los mensajes de texto es útil, mientras la otra persona no espere una respuesta inmediata. Lo de los mensajes de audio me parece una de las formas más tristes de la pereza y el solipsismo.
Si no se puede hablar en persona, el teléfono es lo que más se da a la conversación. Hace unos días estuve hablando con JH, que vive en EEUU, y me contó que fue declarada de derechas porque defiende la libertad de expresión. Así de loco está el mundo. Tuvimos una larga conversación sobre el concepto de libertad individual, algo siempre raro y contradictorio, o sea complejo, o sea que requiere matizaciones de todas clases. Los matices molestan porque caen en la zona gris, no en el blanco o el negro, el bien o el mal al que el protestantismo colonialista anglosajón nos está llevando. Uno siempre quiere ser libre, pero parece que hay que cabrearse cuando los demás también lo son. Lo peor es cuando uno quiere imponer su idea de cómo hay que ser o actuar a los demás. El aire se vuelve irrespirable de tan puro, de tan puritano.
Ayer hablé dos horas con GA, a quien le he pedido que haga la música para los videos de la BiPA. Hacía falta hablar para ver por dónde debía ir esa colaboración, en qué lugar entre sus intereses y los míos nos podíamos encontrar. Y creo que al final encontramos la solución: un lugar en el que su pensamiento musical y mi pensamiento poético puedan llegar a complementarse. Incluso dejamos la puerta abierta a la contradicción, a que sus ideas vayan por un lado y las mías por otro, creando tensión, contraste, iluminándose unas a otras de maneras inesperadas (al menos para nosotros). Es importante llegar a acuerdos así cuando se trabaja con alguien más, son espacios de libertad dentro de los límites propios, los del otro y los de la colaboración en sí: implica el hallazgo de un estilo. O al menos, en cuanto a esta colaboración y la conversación que le dio inicio, es el principio de ese hallazgo.
Casi dos horas estuvimos hablando, mientras GA cocinaba y yo deambulaba por el IF con un cigarrillo en una mano y un café en la otra. También estuve pegando cosas en libros de la BiPA. El cuerpo se ocupa de sí mismo, mientras la voz se entrega al intelecto y la emoción. (Y todo esto empezó porque la oí tocar el violoncelo en vivo en la Bienal de Escuchar, y de repente me di cuenta de que eso me hacía falta, debía recuperarlo y, de ser posible, incorporar tanto la recuperación de la música como su música en particular a mi trabajo.)
Esta recuperación es, por supuesto, contradictoria. Digo que tengo que ponerme en el medio de la música, y a la vez defiendo el teléfono como herramienta para la conversación remota. La diferencia entre el uso del teléfono y una grabación del tipo que sea, es que la primera está ocurriendo ahora, en el presente. La voz del otro está sonando ahora mismo. Hay un filtro, sí, pero si no se puede conversar en persona, ese filtro es soportable. Incluso, puede ser preferible: permite a uno cocinar y al otro deambular o pegar cosas.
Quiero decir con esto que no hace falta perder la esperanza ante un presente que parece empeñado en ir borrando la capacidad individual de elegir e instalando protocolos tan obligatorios e inflexibles como los de épocas que ya tenemos clasificadas como malas, peores o insoportables. Delante de cada nueva tecnología, y del protocolo social que ésta instala, valdría la pena colgar un cartel que pusiera:
Ponerlo como aviso para que cada quien pueda elegir si se suma a ese protocolo o no. Y si decide entrar, que pueda hacerlo a su manera, según sus apetencias, sus vicios, sus límites, sus ganas, sus talentos y sus faltas de habilidad.
RECOMENDACIÓN MUSICAL DE LA SEMANA
Evidentemente es música enlatada lo que recomiendo. Otra contradicción. Pero tienen la opción de no seguir el enlace, de escuchar su propia música o guarecerse en silencio.
Esta semana iba a recomendar otra cosa, pero ya que hablé de ellos, propongo el principio de un concierto de Sin City Disciples en el Bottleneck, Lawrence KS, 1991. Las notas dicen que ocurrió el 17 de agosto. Es muy probable que me lo haya perdido: creo que por esos días estaba en Juárez, visitando a la familia, de vacaciones antes de empezar el curso académico.
El video es pobre, pero el sonido no está mal. Y algo de la energía de aquellos conciertos se llega a detectar: calor, sudor, humo, la música a todo volumen, envolvente. O a lo mejor es mi recuerdo lo que me hace pensar esto.
(Algo de contexto. Es la época en la que empezaba a haber raves, empezaba a circular el éxtasis, el grunge estaba en su apogeo. Nada de esto me interesaba gran cosa. Yo quería ese ruido, ese tipo de energía. Me gustaba más que el punk intelectual de Sonic Youth.)
(Intelectual debería de ser sinónimo de burgués, ¿no? Así, en lugar de “intelectuales marxistas” podríamos decir “burgueses marxistas”, que quizá sería más exacto. Creo que incluso explica por qué el neomarxismo no quiere saber nada de la clase obrera.)
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, se empeña en que seamos amigos. Me sigue a todos lados. O me invita a que la siga. Ayer, arrancó a correr hacia el portón del patio. Entendí que quería que abriera. Me costó entenderlo porque la ventana estaba abierta y ella podía salir tranquilamente. Abrí, salió, me miró, maulló, vino hasta mí y se echó al suelo panza arriba. La acaricié y se dio la vuelta y salió corriendo. Paró para mirarme y maullar otra vez. Y creo que entendí: ¡quería jugar! Así que estuvimos corriendo por el patio y de vez en cuando se tiraba al suelo y yo le rascaba el lomo o la panza, y luego corría otra vez. Ifi, la gata del IF, en el papel de Ifi, el perro del IF. No deja de sorprenderme este bicho.
2. Creo que tenemos una ventana de tiempo que hay que aprovechar entre ahora y las restricciones de la tercera ola, delta, o como se llame. Así que propongo salir a caminar y conversar. Si les apetece, les invito a que me escriban y quedamos en un lugar, hora y día, damos vueltas por la zona durante un par de horas y hablamos de lo que sea. (He hecho buenos amigos en las ocasiones en que he hecho pública esta invitación. Por eso me gusta hacerla.) (Disfruto mucho de mi soledad, pero debo admitir que la conversación es uno de mis vicios/placeres.)
3. La app del servicio de vacunas de la Provincia de Buenos Aires me saluda: ¡Hola Roger!, como si nos conociéramos de toda la vida. No entiendo porque no me puede saludar: Estimado Director Interino Adjunto de la Biblioteca Popular Ambulante, Sr. Roger Colom. En cualquier caso, todavía no tengo turno para la segunda. Tampoco es que me embargue ansiedad alguna.
4. Me acabo de enterar, gracias a AC, de que el lunes es feriado. Voy a hacer una encuesta entre los vecinos para ver si alguien sabe por qué.
5. Cambié el último poema. O le añadí un medio y un final. Puede que quede mejor. Como estaba antes llegó a parecerme insoportable y tuve que intervenir. Si es preciso que echen un vistazo, pueden hacerlo aquí.