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Ya me sorprendía, hace un cuarto de siglo, que tanta gente quisiera ser artista, o poeta. Luego pasó de moda, y mucha gente, en los últimos años, ha querido ser eso que llaman influencer. Eso en el plano más cutre, porque en las redes hay verdaderos artistas y escritores, principalmente en Youtube y en Substack. Incluso hay gente que se gana la vida en eso. No me cabe duda de que, en la próxima década, llegue a salir otra figura que parezca dar fama y dinero sin tener que cumplir un horario ni responder a un jefe; y la gente se apuntará por ahí.
Lo que tienen en común ese artista, ese influencer, ese youtuber, es substacker y la figura por venir, es que representan la negativa, o su intento, a ser esclavo. Auden, en un ensayo titulado “The Poet & The City”, habla precisamente de este fenómeno, pero en 1962, lo que indica que no es nuevo, y en realidad, no debería sorprender. Yo había llegado a la conclusión, hará 20 años, de que la gente joven quería ser artista precisamente para escapar de la esclavitud. Es ahí que dejó de sorprenderme el fenómeno. Luego encontré que Auden estaba escribiendo sobre esto 40 años antes.
El fenómeno persiste, aunque muchas cosas han cambiado. Antes, el esclavo se podía comprar un departamento, incluso una casa, y mantener a su familia con un solo salario. Hoy no llegan dos salarios, y mucha gente no puede ni pagarse un alquiler. O sea que ya no vale la pena el esfuerzo y el sacrificio de presentarse como esclavo voluntario.
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En su ensayo, Auden, un poco desde la perspectiva de alguien que estudió en Oxford, o sea que se ha codeado con la aristocracia, distingue entre worker y laborer, entre trabajador y obrero, una distinción que en español no existe (y tampoco sé bien si existe en inglés). Pero distingamos, ya que nos será útil. El trabajador es alguien que fabrica, construye, hace cosas, o presta servicios, de principio a fin. En una palabra, es un artesano: tiene un oficio. El obrero pertenece a una maquinaria y sólo forma una pequeña parte del proceso; y no hace falta que trabaje en una fábrica, puede trabajar en una oficina o en cualquier sitio. El artista y sus sucesores en las redes son trabajadores, mientras que casi la totalidad del resto de la población son obreros, o sea esclavos, según la definición que da Auden a partir de la noción griega de esclavitud: un obrero que de ninguna manera puede estar orgulloso de serlo.
Suena todo muy clasista, pero no nos confundamos. Hay esclavos de clase alta, y esclavos que pasan hambre. Y hay trabajadores a los que les va muy bien, y trabajadores a los que no les queda otra que comer fideos la mitad del tiempo. Luego están los dueños de todo: de los medios de producción, de la propiedad inmobiliaria, de la política, del discurso, y del tiempo—del suyo propio, y de buena parte del de sus esclavos.
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Hay días en que soy trabajador, y días en que soy esclavo. Pero mi amor propio tiene una ventaja: soy poeta. La poesía, al no ser una actividad económica desde hace por lo menos un siglo, queda exenta de estas consideraciones. El poeta puede ser trabajador, esclavo, dueño de algo, puede ser cualquier cosa, pero la condición de poeta lo pone en otro lugar. Ni mejor ni peor, ni por abajo ni por encima: a un lado, aparte. Para algunos es una estupidez porque requiere mucho tiempo y no da dinero; para otros es lo mejor que hay. La mayoría, sin embargo, se muestra indiferente a esta distinción, o incluso no sabe de qué estamos hablando.
Quizá de lo que estamos hablando es de la posibilidad de una vida no entregada a lo material—aunque lo material sea inevitable—y sí entregada a algo más, quizá a algo espiritual, o a algo social. La religión llenó ese vacío, y lo sigue haciendo para miles de millones de personas por todo el mundo. Es en Occidente, por lo general, donde nos hemos quedado sin ese recurso. Lo que decía antes acerca de la gente joven que busca eludir la esclavitud por medio del arte o lo que sea, tiene que ver con el vacío espiritual que deja el materialismo.
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Estoy solo y ocupando una mesa para cuatro en la terraza de un café de Coronel Díaz y Avenida Santa Fe. Me gusta venir a este lugar porque la camarera que se ocupa de la terraza me detesta—o por lo menos me maltrata como si me detestara. Me pido lo más barato que hay, un café, y me quedo aquí dos horas. Veo como trata con amabilidad a los otros clientes, y cómo le falta poco para tirarme el café a la cara. Luego, cuando me trae el cambio, lo deja encima de la mesa sin mirar. Yo me voy dejando una propina ridícula, testimonial. Y es así siempre. O no. Al principio de este extraño amorío, yo dejaba una propina algo mejor que lo normal, pero como no sirvió de nada, me metí en el baile del maltrato, aunque siempre desde la máxima amabilidad de mi parte.
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Y estaba en este café escribiendo lo que ya leyeron, el el centro comercial Alto Palermo a pocos metros, cuando se me prendió el foco. ¿Por qué se empeña la gente en comprar ropa de marca, y más si viene con la marca visible? Y aquí va la respuesta que, acertada o no, puede ser provisional o permanente.
La marca cumple una función similar al hierro que se le pone al ganado. Señala que el animal es propiedad de cierto dueño. Ahora bien, el esclavo no anda por la calle ni en su vida social, al menos por voluntad propia, con la librea que le manda usar su dueño. De vez en cuando se ve a alguien en el colectivo con el uniforme de la cadena de comida rápida donde trabaja, o con la ropa de andar por el hospital, pero. la mayoría de la gente viste de civil.
Entiendo que los obreros de la construcción se cambien al llegar al trabajo y al salir: es un laburo en el que uno termina lleno de polvo cemento y otras sustancias tóxicas, y no da viajar en el transporte público envuelto en una nube así. Otros esclavos, por lo general los que trabajan en oficinas y en comercios, en ambientes con el aire relativamente limpio, llevan ropa bastante parecida a la de la vida más allá del empleo. Pero sigue siendo ropa de trabajo. Lo primero que hacen los oficinistas al salir (o hacían, cuando se usaba), es quitarse la corbata. Es casi una señal de liberación horaria. ¿No están, o estaban, esos bares con ofertas a la hora de la salida? Ahí se iba a celebrar la libertad momentánea, a ligar inter pares, a mostrarse como esclavo bien para atraer la atención de otras personas esclavas también bien.
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La marca en la ropa cumple una función extraña: la de indicar que mi dueño es mejor que el tuyo. Si llevo zapatillas de Nike o Adidas, mucho mejores para esta función que las de marca Patito que tú te compraste en cuotas en la tienda de grandes descuentos aledaña al Carrefour, estoy señalando una especie de superioridad socioeconómica. Yo gano lo suficiente como para poder pagar el triple por un calzado que me durará lo mismo que el tuyo.
El esclavo necesita marcar su posición social y económica igual que el trabajador o el dueño. Y para eso están las marcas. Para el tipo de trabajo que yo hago, me valdría perfectamente un taladro de la marca Total, pero hice el esfuerzo y tengo un Milwaukee. No es un Festool, pero da el gatazo. Parezco mejor de lo que soy, más de lo que soy como carpintero—o ayudante de.
Donde se ve claramente este proceso de distinción es entre adolescentes que empiezan la secundaria. Ahí, la competencia por el estatus es feroz. Hay que llevar las marcas de moda, o uno es un mierdas. O peor, pobre. Pero el adolescente no suele tener su propio dinero; se compró las zapatillas con el de sus padres, sus dueños, de los que tan duro trabaja para liberarse.
El esclavo opera más o menos igual. Se compró esa campera de marca con la guita de su dueño, cedida a cambio de el sacrificio de horas, días, meses y años de su vida, y peor, con el sacrificio de su individualidad y hasta de su espiritualidad. (La razón por la que tienen tanto éxito las iglesias protestantes es que convencen al esclavo de que todo esto está bien.)
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Pertenezca al Estado o a la iniciativa privada, el capital no tiene los recursos culturales y espirituales, y no cederá los materiales, al menos no lo suficiente, como para dar una respuesta distinta a esta cuestión. Como no se resuelve el problema ético, no nos queda otra que responder con la estética. Hasta las revoluciones, cuando las hay, o sea casi nunca, tienen su propia estética. Si triunfan, instalan una nueva ética—su razón de ser—pero no resuelven el problema.
Como la ética siempre parece crear esclavos, no nos queda otro recurso que la estética para salir, por lo menos los fines de semana, por lo menos sensorialmente, de la condición de esclavo, o la consciencia de serlo. Ahí están el oficinista y el obrero de la construcción europeos que se agarran un vuelo barato a Berlín y acuden a los templos del tecno. Por supuesto, es con la ropa y el peinado y el maquillaje que señalan su libertad momentánea, aunque algunos decidan lucir la misma indumentaria que el personal sumiso en el porno.
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El individuo resuelve por la estética, mientras que el colectivo, la sociedad y el Estado lo hacen por la ética. En otras palabras, la ética sirve para resolver diferencias entre posiciones estéticas.
El problema con la camarera de la que hablaba antes no es ético, no me maltrata porque yo me lo merezca o porque venga marcado por alguna ley; el problema es estético, ya que yo no encajo dentro de su régimen mental de estéticas permisibles. Un tipo con la barba larga y descuidada, sin ropa de marca y con una gorra vieja y descolorida, no puede ser más que un perdulario. Y tiene toda la razón. Pero no toda la información. A lo mejor si voy hecho un figurín de clase media, con la barba recortada y una gorra nueva, cosas de las que soy perfectamente capaz, logro que cambie de opinión. El problema aquí es que sigo siendo un punk, o sea un mierdas (creo que esa es la traducción más ajustada), y me da por ir como voy simplemente para molestar. También es verdad que no llevo los pantalones rotos ni una cresta porque ya soy mayor, con lo cual mi posición estética no termina de quedar clara.
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Hay dos tipos de crítica de la sociedad o el Estado:
La estética, en la que el Estado o la sociedad no se adaptan a las preferencias del individuo, o de un grupo minoritario de individuos.
La ética, en la que se usan las normas de la propia sociedad, o las leyes del Estado, demostrando su incumplimiento o su insuficiencia.
Si no se traduce en una crítica ética, la crítica estética no funciona. El arte puesto al servicio de una ética suele convertirse en propaganda, o sea márketing, y no dura. Con mucha suerte, su aspecto estético perdura, pero sus causas caen en el olvido, como ocurre con el dadaísmo. Para que la estética sirva como ética, ha de pasar de las preferencias del individuo a las de un grupo minoritario que acapare el suficiente apoyo de la minoría.
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Hace unos años, los artistas de por aquí empezaron a decir que eran trabajadores, con los que tanto la sociedad como el Estado debían mantener una relación ética. El problema, como decía al principio, es que en español trabajador y obrero se confunden. Claramente, los artistas no son obreros, y preferirían mantener el régimen injusto que critican a ser esclavos (aunque no todos). Si son trabajadores, entonces se parecen más a los artesanos y a los practicantes de oficios (plomeros, electricistas, albañiles, sastres, etc.) que a lo que comúnmente, y sobre todo desde el Romanticismo, hemos entendido como artista. En otras palabras, debían ceder su individualidad, o sea su estética—y eso jamás iba a funcionar. Ceder estéticamente ante un problema ético implica abandonar la individualidad, o sea lo que hace posible la estética.
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Una de las principales funciones del arte, y por lo tanto la estética, incluso entre esclavos, es explorar caminos de libertad—es así como entiendo la idea de vanguardia. En otra época, los artistas se agruparon en movimientos (las vanguardias históricas), pero las discusiones acerca de si éste y aquel eran verdaderos surrealistas, sensacionistas o ultraístas resultaron ser un gasto inútil de energía, y llegó un punto en el que se volvió a la búsqueda individual.
Si los artistas son exploradores, luego queda en manos de la sociedad, y de su brazo armado, el Estado, decidir si los resultados de su exploración son o no válidos y aplicables a la mayoría. Los esclavos también exploran caminos de libertad, aunque la mayoría, como también pasa con los artistas, siguen la moda, o sea lo preestablecido como libre y que no suele ser tal.
La libertad de expresión importa porque sin ella la exploración estética—la del artista y la del esclavo, que suele estar sometido a mucha más presión social—no llegará a ningún lado. En los regímenes totalitarios, el Estado y buena parte de la sociedad indican que dichas exploraciones no tienen sentido, ya que la ética imperante ha llegado a su culmen y no hace falta abrir espacios nuevos para los individuos, que ya tienen el espacio social-estatal para lograr cualquier expectativa vital o espiritual que pudieran albergar.
Por contra, la educación, el régimen totalitario por el que todos hemos pasado, no funciona porque ha cedido demasiado espacio a la estética—desde una posición ética—y a las expectativas del individuo, mientras que la función de la educación debe ser ética, o sea enseñar (obligar) al individuo a cumplir con las expectativas de la sociedad.
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¿Recuerdan lo que decía antes de los adolescentes? ¿De cómo es de máxima importancia para ellos marcar su individualidad, su lugar en el grupo? Muchos lo hacen por medio de la estética, su manera de vestir, sus actitudes, su lenguaje, su música. El uniforme escolar tenía la función totalitaria de igualar, y a partir de esa igualdad establecer un régimen jerárquico con parámetros distintos.
Pero si la estética es la búsqueda de caminos de libertad, también establece sus propias jerarquías, que pueden venir dadas por admiración entre individuos, o por imposición social, o ética. Por ejemplo, un gran número de artistas puede decidir individualmente que otro artista debe ser celebrado como claro triunfador, ya que ha encontrado caminos que los demás ni sospechaban. O un museo del Estado puede decidir que tal o cual artista es el superior porque cumple con las expectativas de dicho Estado.
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No quiero llegar a una conclusión en este ying-yang entre ética y estética, excepto que una y otra se necesitan. La ética puede establecer las condiciones en que la estética sea posible, y la estética puede abrir territorios nuevos para la ética.
No todo el mundo lo logra, pero muchos, incluso los esclavos, aspiramos a una cierta individualidad. A veces sólo es la permitida—como ocurre con vestir con ropa de marca—a veces el individuo encuentra la libertad para buscar más libertad, para explorar la que tiene, o para crear un tipo de individualidad inesperado. Si una estética, por inesperada, es necesaria o no, eso ya es una decisión ética.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, apareció en mi cuarto a la hora de dormir, aunque yo todavía no estaba listo para irme a la cama. Ella, sin embargo, sí; y puso las patitas delanteras sobre la cama indicando que ya era el momento de subir. Ante tal exigencia ética (y un poco totalitaria—recordemos la felinidad de Ifi), no me quedó otra que sacarme la ropa, apagar luces (excepto la de la cabecera) agarrar libro y meterme en el sobre. Conmigo ya en posición, Ifi, que no había abandonado la suya, pegó un gritito y se subió arriba de mí. Eso fue el miércoles. Anoche, pasó lo mismo, pero en lugar de subir las patitas a la cama, se encaramó a la impresora, cosa que está prohibidísima, y yo interpreté como un chantaje estético. Y no funcionó, claro. La bajé de ahí, y la puse encima de la cama. No se pueden quebrantar las reglas de convivencia así como así, sea por sueño o por capricho.
2. Hay un poema nuevo, Nuevos horizontes, en Paseante Extranjero. Si están suscritos, ya lo habrán recibido. Si no, los invito a echar un vistazo. No es un poema optimista, pero creo que funciona—al menos como objeto estético.
3. Hay un artículo nuevo en BAIPEX, mi blog para materiales sobrantes, y va sobre el difunto Café Iberia. En el Dietario está una especie de archivo sobre la BiPA, su teoría y su práctica. Si quieren echar una mano (ética) a la producción de la Niusléter, de Paseante Extranjero, de BAIPEX, del Dietario y hasta de la BiPA misma, pueden pasar por aquí. Aunque las cantidades sean mínimas (más barato que un café), en conjunto ayudan un montón, y eso se agradece—no con más trabajo, que ya se da por sentado, sino con una palabra dicha desde el corazón: ¡Gracias!
4. El artículo de hoy salió largo, ¿no? Da para mucho más, claro. Así que si les apetece charlar o discutir, escríbanme. Pueden hacerlo como respuesta al mail por el que les llegó esta niusléter. En cualquier caso, gracias por leer hasta aquí. (Y gracias una vez más a las personas que se suscriben por Mercado Libre.)