El otro día, un crítico de arte (y sí, todavía quedan un par sueltos por ahí) se me quejó de que no puede decir lo que piensa sobre el arte que se produce en su entorno porque no puede ser crítico—y queda marcado como un jéiter. (Españolicemos la palabra hater, alguien que odia, ya que parece incorporada al vocabulario de ciertas clases sociales—las que más ocupan, o aspiran a ocupar, espacios chetos—y ya que no somos capaces de idear nuestros propios conceptos y las etiquetas que los acompañan.) (Si ustedes pertenecen a esa clase que deriva todas sus ideas de la angloesfera, en otras palabras, si ustedes se han dejado colonizar intelectual e íntimamente, sugiero que paren de leer aquí mismo, y aprovechen la oportunidad para rescindir su suscripción a la Niusléter.) (Por cierto, el uso de la palabra niusléter sería irónico si no fuera por el acento en la primera E, que lo hace sarcástico, o como hay que decir ahora, jéiter.) (Con jéiter pasa lo mismo.)
Hace ya un par de décadas, quizá desde el advenimiento religioso de la internet, que llegamos al acuerdo social de que sólo hablaríamos y escribiríamos de las cosas artísticas que nos gustaran. Criticar algo, en el sentido negativo de ponerlo en crisis, o incluso sólo cuestionarlo, o incluso sólo preguntarse en voz alta, o por escrito, si aquello es válido o no, está muy mal visto. O más bien, hasta hace poco sólo estaba mal visto. Ahora, sin embargo, tenemos una palabra extirpada de las entrañas de nuestra pobreza espiritual, una palabra que demarca en ellos y nosotros, una palabra que resume aquello que uno debe evitar ser a toda costa: jéiter. Si criticas, eres jéiter, si dices que algo no te interesa o no va a ningún lado, jéiter. Si a ustedes se les ocurre decir que la BiPA o alguno de mis poemas, o cualquier artículo de la Niusléter, es una mierda, son jéiters. Jéiters, jéiters, jéiters: gente fea, indeseable y de mal vivir, que debe ser apartada permanentemente de la conversación pública.
(También, la importación del concepto angloesférico de la cancelación es otro ejemplo de nuestra espiritualidad carenciada. Aún peor, de nuestra falta de memoria. ¿Qué estaba pasando en este país hace 40 años, si no era la cancelación de los jéiters del sistema llevada a su extremo lógico, brutal, inexcusable? En aquella época se decía, Algo habrán hecho, y se decía para salvar el pellejo interior de la propia consciencia, y el exterior también.)
Tom Sachs, que me cae muy bien, dice que el premio al buen trabajo es más trabajo. No deja de sorprenderme su inocencia—doy por sentado que no lo dice por mala fé. Eso funcionaba en el sistema, ahora obsoleto, de la conversación pública, que incluía discusiones airadas, peleas en la sección de cartas de diarios y revistas, griterío de todos los volúmenes y hasta algún que otro altercado físico. En el sistema vigente, al menos en la actualización actual—la del gracias-estuvo-todo-riquísimo, la del qué-lindo, o para acuñar una palabra, la del quelindo—eso no funciona. Y no funciona porque no se genera un criterio público, en abierto, que sirva para marcar, a favor o en contra, lo que vale y lo que no en el arte. Lo que termina ocurriendo es que sólo entran en mi espacio quienes no me lleven la contraria, los quelindos de mis cículos concéntricos, los círculos de promiscuidad a los que yo pueda pertenecer.
En un círculo de promiscuidad, uno siempre dice ¡Qué lindo! a todo porque no quiere quedarse fuera de la próxima orgía, muestra colectiva, antología o verbena. En este sistema, o por lo menos en la presente actualización, siempre es mala idea decir lo que uno piensa, si lo que uno piensa no encaja exactamente con el consenso. De hecho, lo mejor que puede uno hacer, es entrenarse intelectual y espiritualmente para decir ¡Qué lindo! a todo y para siempre. Si lo que uno desea es sobrevivir, ha de vender el alma al diablo de este sistema norcoreano de lo siempre positivo.
A lo mejor soy sadomasoquista sin saberlo, o por alguna razón enterrada en los pliegues del remoto territorio de mi infancia, me gusta que me peguen, pero la verdad es que no sólo me gusta, sino que me interesa que venga alguien y me explique por qué tal o cual poema no funciona, o por qué la BiPA está equivocada conceptualmente. Y cuanto más detallada sea su explicación, o sea, cuanto más cruel, mejor. Si no, ¿cómo aprendo a hacer mejor mi trabajo? ¿Cómo evoluciono como artista? ¿Cómo sé que no estoy tan solo como siento que estoy?
El ¡Qué lindo!, más que una categoría del arte, lo es de la artesanía y de la decoración de interiores. He de admitir que soy un jéiter absoluto y absolutista de la mismísima idea de la decoración, yo que crecí en casas siempre diseñadas con el más mejorcísimo de los buenos gustos. (La primera y única vez que mi madre pisó mi depto de dos ambientes en Lawrence, me dijo de todo—una jéiter total—porque había quedado irremediablemente decepcionada por la ausencia de buen gusto y elementos decorativos en dicho depto.)
(En el ambiente principal, estaba mi escritorio—una mole de acero, fabricada de los años 40, que compré usada por muy barato—, dos sillas, una mecedora, una lámpara de pie y libros—muchos, según el criterio actual, pocos según el de entonces. En el dormitorio, estaba la cama y una lámpara sobre un cajón de leche. Las patas de la cama estaban metidas en unos botes con agua, y la cama estaba en el medio de la habitación, separada de cualquier pared, porque yo todavía sufría el estrés postraumático de la tremenda, increíble infestación de cucarachas que habíamos padecido unos meses antes.)
(El edificio era de los años 20, y en el sótano había una caldera a gas que alimentaba de calor los radiadores en cada habitación de cada departamento. La caldera se estropeó en pleno invierno—esos inviernos de 20 C bajo cero, y pusieron una nueva. Pero al sacar la antigua, rompieron un nido enorme de cucarachas, probablemente la embajada principal del imperio cucaráchido en Norteamérica, y los bichos se desparramaron por todo el edificio, colándose por grietas y rendijas, por debajo de las puertas, por la ventana que encontraran abierta, despertando a inquilinos neutrales como yo, en mitad de la noche, con las cosquillas que les hacían en la cara y alrededores de la boca con sus patitas del horror. Les alegrará saber que este incidente, que nunca cuento sin que me sobrevenga un ataque de escalofríos, concluyó con la contratación de un jéiter de cucarachas embutido en un traje espacial, o especial, que le quedaba pequeño en torno a la panza. Dicho jéiter liberó en el aire y por todas las superficies interiores del edificio una sustancia hípernociva que, cabe decir, contribuyó considerablemente a la tranquilidad del inquilinato y a la subsiguiente mejora de su calidad de vida.) (¡Ah, qué tiempos aquellos! ¡Qué lindos!) (Se me pone la piel de gallina de granja industrial con sólo recordarlos.)
(En cualquier caso, mi madre, una mujer elegante y de gusto impecable, quedó horrorizada ante la austeridad de mi espacio vital, y sobre todo, ante mi negativa a ceder un solo milímetro en el asunto de la decoración. Se ofendió profunda e íntimamente, creo, porque lo entendió como una negación por mi parte de lo que ella era y representaba.)
(Sigo pensando que la decoración estorba al trabajo, y como lo único que me interesa de verdad es mi trabajo, lo lógico es que no decore los espacios que habito. Además, carezco de ganas de quedar bien con quien sea. La austeridad con la que vivo, lo sabía hace 30 años y lo sé ahora, es absolutamente necesaria, fundamental, insustituible, si lo que más me importa es el trabajo.)
Bueno, mucho paréntesis, mucho paréntesis, pero estábamos hablando del arte y de la necesidad de la crítica, ¿no? Al menos de la crítica no-académica, la que pueda llegar a un público interesado sin jergas secretas ni ofuscaciones cuyo único fin es la supervivencia de la persona académica en el laberinto burocrático, mortal y sin salida espiritual, de su institución. Necesitamos de la crítica, y de los críticos—esos jéiters intermitentes—pero sólo de aquellos con habilidades lingüísticas de nivel medio para arriba. Lo cual, por cierto, excluye a toda la gente que comenta en Twitter, en redes tóxicas como Facebook e Instagram, y en la sección de comentarios en los diarios digitales: jéiters que no se toman la molestia de intentar entender el arte que se hace, no hacen falta.
Y no es que me ponga en plan jéiter elitista. La gente del arte necesitamos a gente que sepa escribir y lo haga con libertad. Si no, ¿quién va a mirar con una mínima profundidad lo que hacemos? ¿El público? El público está perdido en su teléfono, el neo-opio de las masas. Y tengo claro que el 87,3% del personal curatorial que trabaja en este país, 1) carece de formación, sobre todo lingüística; 2) prefiere exponer las obras que se producen en su círculo de promiscuidad; 3) tienen poca idea de lo que pasa por fuera de dicho círculo.
La habilidad lingüística es importante porque no es fácil ni automático pasar la nebulosa de lo que uno piensa-siente al sistema espaciotemporal lineal de las palabras. Hacerlo sin barroquismos contemporáneos y sin ocultaciones académicas resulta todavía más arduo. (Inténtenlo cualquier mañana de éstas, cuando estén tratando de evitar hacer cualquier otra cosa. Es más, intenten poner las excusas para esa procrastinación en palabras por escrito, a ver qué pasa, a ver si se sostienen ante un escrutinio más jodido que el de la nebulosa mental.) (Yo llevo un diario precisamente para eso, y para no perdonarme nada.) (El problema con no perdonarse nada, es que uno tiene que seguir viviendo, y puede caer en la trampa de que las cosas dejen de importarle. Hay que no perdonarse pero con moderación.) (El perdón y su ausencia son drogas altamente adictivas.)
El crítico de arte, o jéiter, como se dice ahora, no puede empequeñecer ni la obra ni al artista. Al artista hay que dejarlo en paz porque es la parte del sistema que menos importa—y lo digo como artista. Pero el jéiter debe abordar la obra en los términos propios de esa obra, los que ella misma plantea estructuralmente, y ver si funciona. Eso es lo primero, lo más importante. La obra plantea algo, y el jéiter tiene el deber de averiguar, lo más detalladamente posible, si lo plantea bien, y luego si desarrolla con éxito ese planteamiento. Segundo, el jéiter ha de recurrir a su propio ancho de banda temporal para poner la obra en contexto, el del presente, su relación con el pasado, a qué futuro apunta, esas cosas. (Hasta la Mona Lisa carece de valor sin un contexto.) Y por fin, el jéiter ha de recurrir a sus habilidades lingüísticas para describir lo descubierto en el paso uno y el paso dos de este proceso, y además, lo que le pasa a él—como jéiter profesional, sí, pero sobre todo como bicho humano—al exponerse a la obra en cuestión. Puede darse el caso de que la obra no funcione del todo, que quede un poco a trasmano de su propio contexto, pero que afectivamente enganche al jéiter por los pelos de abajo (de tenerlos), lo conmueva intensa, íntimamente, y lo convierta en un lover. Esto requiere honradez, humildad, apertura y valentía: cuatro de las cosas más difíciles de encontrar, sobre todo juntas, en todo el universo.
Existe una comunidad jéiter, claro, y siempre existirá. Los jéiters en manada no nos sirven, como tampoco nos sirven los quelindos. Si cambiamos la caldera del fracaso por la caldera del éxito, siempre salen. Pero en algún sitio habrá jéiters que con su sensibilidad, su honradez, su ancho de banda temporal y sus habilidades lingüísticas nos sean de gran utilidad al personal artista. Incluso pueden ayudarnos a entender aspectos de nuestro trabajo que no vemos o no tenemos claros.
Por desgracia, los buenos jéiters están en vías de extinción. En gran medida porque nadie quiere bancarlos económicamente. Pero también los artistas hemos hecho nuestra parte, también somos culpables de que una especie fundamental en el sistema ecológico del arte esté por desaparecer. A veces creo que es por cobardía, porque no nos atrevemos a escuchar las críticas, a veces será por soberbia, o incluso porque tenemos razón en defender lo que hacemos cuando nadie se toma la molestia de averiguar cómo funciona. Pero caer en manos de los quelindos ha sido, es, y será, a corto y largo plazo, mucho peor que caer en manos de los jéiters necesarios: los jéiters hábiles, honrados, humildes, abiertos y valientes, los que aman el arte—aunque nos odien personalmente y/u odien lo que hacemos.
RECOMENDACIÓN MUSICAL DE LA SEMANA
Cuando tenía 8 años, mi padre me sacó a rastras de un bar de mala muerte al que me había metido porque sonaban los mariachis y las trompetas me producían un placer que aún hoy no sé explicar. Estaban tocando El son de la negra:
Negrita de mis pesares,
hojas de papel volando.
A todos diles que sí,
pero no les digas cuando.
Así me dijiste a mí,
por eso vivo penando.
Qué gran momento en la historia universal del histeriqueo, ¿no?
(Por cierto, no hagan caso de las imágenes turísticas del video, sólo disfruten de la música.)
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, se desayunó esta mañana con una libélula. Par ello, tuvo que pegar un salto de 164 centímetros hasta el alféizar de la ventana de la entrada del IF. Lo impresionante es que salto y captura fueron una sola acción. Luego, bajó su presa al suelo, jugó con ella un rato y se la comió. Mucha proteína. Yo le había puesto su desayuno habitual, pero pasó de él. Estas cosas me llenan de alegría. Significan que el bicho al que todos conocemos con cariño como Ifi, no está enteramente domesticado. Doña Iphigenia Pantufla Romina Francisca Bartolita de Lynch y Piaggio conserva en su ADN algo de la selva o la sabana, del exterior puro, exterior al bicho humano.
2. El sábado 6 de noviembre, arranca en Don Bardo, la serie de charlas que daré sobre el arte del Renacimiento, la representación y la teatralidad. Si andan por La Plata, dénse una vuelta.
3. Hizo muy buen calor esta semana. El personal ya lleva menos ropa. Me incluyo. De hecho, ya guardé la ropa de invierno y saqué la de verano. Me gusta más cuando hace frío, pero cuando cambia el tiempo, esa novedad recurrente, hacia el frío o el calor, siempre me siento una extraña revitalización, una alegría en el cuerpo. Son esos pequeños momentos de felicidad que siempre se olvidan, hasta que se repiten.
4. Las fotos que aparecen en esta entrega de la Niusléter son de tapas de mis cuadernos de uso diario.