(Hace muchos años, tomando una birra en el Kentucky de Juárez, Pino Tafoya (que en paz descanse) me dijo que yo era atractivo para las mujeres porque era un chico malo. En otras palabras, me alejaba de las normas de la clase media provinciana de Juárez, y me movía por ese mundo con malicia. Malicia, no maldad. Malicia, creo, es lo que se necesita para ser artista o poeta, o para hacer cualquier cosa que salga de la norma, o para decir algo de otra manera. La malicia no es virtuosa pero tiene sus virtudes. La ironía es una especie de malicia, mientras que el sarcasmo ya acaricia la maldad.)
El taco no es enteramente mexicano, y en cambio es absolutamente mexicano. Lo mismo con la empanada argentina, y la gallega, y la paella o lo que les apetezca comer hoy. (La mejor paella que comí en mi vida fue una de chipirones y ajos tiernos en un lugar de El Saler, en Valencia, al que nos llevó Fernando Villavert. Semanas más tarde fuimos con Quico Cadaval, ya que le habíamos hablado tanto de esa paella, pero no estaba buena. Parece que en el interín habían cambiado de cocinero.) Una comida es de su lugar, absolutamente, y sin embargo no lo es: siempre viene de otro lado, o alguno de los ingredientes llegó hace un rato largo, tan largo que nos olvidamos del día que fuimos al puerto, o a la estación, a recibirlo; o vino alguien con la idea y la idea fue incorporada al menú local de manera tan clara que parecía que había estado ahí siempre, o por lo menos desde mucho antes de que hubiera que cambiar los precios, debido a la inflación.
Existe gente que estudia la historia de la comida, también hay gente que cocina y donde hay gente, la gente come (salvo en algunos lugares, tristemente). También hay gente que critica lo que se cocina, a menudo profesionales a sueldo. Y hay gente que critica lo que se come, a menudo amateurs que se indignan con sólo abrir los ojos por la mañana. Así como hay musicólogos, me gustaría que hubiera gastrólogos (que no, no serían adivinos que en lugar de mirar a las estrellas examinaran lo que sus clientes hubieran comido). Yo hubiera sido gastrólogo, de haber habido (en mi juventud) una academia que otorgara el título correspondiente. (¿Adónde va a ir uno a parar sin título?) Aunque pensándolo bien, el gastrólogo ha de tener un punto de vista puramente personal, sin objetividad alguna, basado en sus gustos y sus placeres. (Antiguamente, las universidades se hubieran negado a otorgar un título por esto, pero hoy no creo que haya problema.)
Me imagino que un gastrólogo sería historiador, cocinero, comedor, crítico (profesional y amateur a la vez) y algo más. Tendría que haber algo que distinguiera al gastrólogo de toda la demás gente con o sin título que piensa la comida, o se piensa en ella, o la consume o se deja consumir por ella. Yo creo que la distinción ya la dije: Además de expresar un punto de vista exclusivamente personal, el gastrólogo sabría que no hay origen posible, aunque sí muchos principios: entrantes, primeros, segundos, además de todo lo intermedio, los desempalagantes y esas cosas. Y sabría que hay muchos finales o postres o puntos de llegada que no serían otra cosa que puntos de partida hacia un destino inesperado. En otras palabras, el gastrólogo sería muchas cosas, pero no un purista: sería un viajero de los que no se queja porque el lugar al que acaba de llegar está lleno de turistas.
La cocina rusa, lo que hoy llamamos cocina rusa, no es la cocina rusa, sino la soviética, que es otra cosa que la cocina rusa, pero aún sigue siendo rusa, aunque no lo sea. Vaya usted al restaurante ruso más cercano y compruébelo. (En los años 1930, el ministro de la industria alimenticia de la Unión Soviética, mandó producir El libro de las cosas sabrosas y saludables, que cambió la cocina rusa para siempre, o por lo menos hasta ahora. Éste debe pasar, si no ha pasado ya, a la historia como uno de los grandes y más influyentes libros de cocina. Lástima que en las tiendas casi nunca hubiera los ingredientes necesarios para preparar las comidas que el libro tanto vendía.)
El chop suey es chino pero no es chino, es norteamericano, de San Francisco, pero chino igualmente, aunque en China no sepan lo que es.
Los tacos al pastor no son mexicanos, son sirios o libaneses o algo así, aunque no hay nada más mexicano que unos buenos tacos al pastor, con su cilantro y su cebolla crudos por encima, y un cachito de piña. Nótese que se utiliza la misma tecnología que en el shawarma.
(Álvaro Cunqueiro hubiera sido un buen gastrólogo. Escribió un libro titulado La cocina cristiana de Occidente, en el que se distingue un tipo de cocina europea de muchas de sus influencias por vecindad o por importación. En ese libro habla de la cocina ligada a los monasterios y conventos, pero también a las cortes, a las plazas de las ciudades, a los campos, a las varias culturas europeas todas unidas bajo el signo de la cruz. Si algo distingue sus textos en este libro, más allá de la ironía, es su placer en la comida, un placer impuro y alegre con los excesos de otras épocas.)
El asado argentino, por supuesto, no es tal. En ninguna de sus variedades. Pero a mí, como gastrólogo, me interesa como ejemplo de la cultura nomádica del caballo y la ganadería, de tradición milenaria y global. Los gauchos juegan al pato, pero también los mongoles juegan al pato, y ya jugaban al pato cuando arrasaron Asia, mucho antes de que se supiera, al menos en nuestra lengua, que existía un mar que no es un mar, un lago que no es un lago, un río que no es un río y que por tanto se llama Río de la Plata. El pato, o como se llame en cada lugar, parece obligatorio si uno pertenece a la cultura del caballo. Esa cultura y su hermana, la ganadería trashumante, sucumbieron aquí, y en muchas partes, gracias a la por entonces tecnología punta del alambre de púas. Ahora tenemos ganadería sedentaria y mucha carne de feedlot que cuando uno la brasea antes de hacer el guiso suelta un montón de agua. Pato por liebre, parece. Pero aunque el asado no sea argentino y la cultura que lo engendró sea de lo más antigua, el asado es profundamente argentino.
He leído por ahí (o sea en internet) que el futuro consiste en comer insectos. Habrá que acostumbrarse. A lo mejor, o en un principio, los insectianos serán tan insoportablemente militantes como ahora lo son los veganos. Pero todo pasará. Incluso el veganismo será visto como una ideología gastronómica retrógrada. Los únicos insectos que yo he comido conscientemente han sido los chapulines fritos y el gusano del mezcal. (A lo mejor con el gusano ya no estaba tan consciente.) Alguien me dijo que existen las hormigas bañadas en chocolate. Todo el mundo se ha comido alguna vez un mosquito, o a lo mejor se le metió por la nariz. Desconozco el valor nutritivo de los mosquitos, y sospecho que para llegar a desgustarlos correctamente habría que juntar muchos. En el futuro, nos reuniremos en Valencia para comer un arroz con insectos, y en Argentina los asaremos. Son una gran fuente de proteínas.
El otro día, feriado en Argentina, fui a almorzar con AC a Sarkis, el restaurante armenio de Villa Crespo. La comida armenia es armenia, y también turca o libanesa o siria y hasta griega—o puede serlo, o lo es por momentos—aunque está muy mal visto que uno lo diga. (Mal visto significa políticamente incorrecto. La corrección política, como todo el mundo sabe es la manera como a la gente en el poder, o la gente que aspira a él, le interesa que se hable. Después, las personas de carácter ovino les siguen la corriente.) (Eso último se acerca más al sarcasmo que a la ironía.) O a lo mejor uno lo dice estas cosas de la comida de esas partes del mundo porque carece de la sutileza de paladar necesaria. Pero sospecho que si hace falta tanta sutileza palatal es que algo falla, no en quien come, sino en quien cocina o critica o promociona o defiende o ataca. La gastrología, cuando exista, lo sé, terminará cayendo en este tipo de esnobismos o de nacionalismos porque todo cae en el esnobismo y hasta en el nacionalismo. Parece obligatorio. (¿Esto es ironía o sarcasmo?)
(En los 90 se puso muy de moda saber de vinos, era un nuevo esnobismo. En 1995, Quico Cadaval apareció por casa con un par de botellas de un vino de Cariñena llamado Duque de Sevilla. Por qué un vino aragonés tendría ese nombre, sigue siendo un misterio para mí. Era un vino espeso de los de antes, con 17 grados. Ya por entonces, casi nadie producía vinos con esa graduación ni espesor, los vinos tintos se estaban aligerando. Por eso nos parecía algo raro que había que probar. O de lo que había que beber más, una vez terminadas las dos botellas. Así que fuimos a la mejor tienda de vinos de Coruña, una que estaba frente al puerto y no sé si todavía existe. Adentro, creo recordar que el piso era de madera, y había un gran mostrador también de madera y detrás, estantes con miles de botellas. Pedimos el Duque de Sevilla. El empleado miró en un catálogo enorme, como de ferretería, y llegó a la triste conclusión de que ese vino no existía. Luego procedió a recomendarnos unos vinos en su opinión excelentes, pero que rondaban las 5 mil pesetas (como 10 veces más que el vino de supermercado que comprábamos para diario). Quico, buen gastrólogo, le respondió que siendo fumadores, nuestro paladar no llegaba a esos precios, que nuestro límite gustativo era de 2 mil quinientas pesetas.)
Fue larga la conversación de este almuerzo armenio con AC. Luego caminamos un rato en dirección Palermo, y paramos a tomar un café donde nos explicaron, con gran paciencia, la diferencia entre un café express y un americano. (El gastrólogo que vive, o debería vivir, en mí escuchó la lección con el máximo interés.) (Haciendo gala de gran esnobismo, debería haber pedido un ristretto.) Después del café, uego caminamos charlando hasta Chacarita, donde cada quien tomó su colectivo. (En la parada había un tipo que llevaba un barbijo que parecía la máscara de un asesino de cine con motosierra. ¿Para cuando, oh facultades, el título de barbijólogo?)
Hace tiempo acuñé la palabra asiesticia, que es el estado físico y espiritual de estar sin haber echado la siesta. (Deberían usar esta palabra lo más posible para ver si cuaja y paso a la historia como su inventor.) Así que fue que llegué al IF asiéstico esa tarde, ya anocheciendo, y me puse a escribir esto. Notarán que el estilo se diferencia de mi estilo habitual en que tiene un tono más cantarín, incluso arcaico, como de periodista de sección de sociales de hace tres o cuatro generaciones. (Por si no lo han notado, ahora ya sólo hay periodistas de sociales—ya no hay periodistas.) El tono se debe a la asiesticia. Podríamos decir que éste es un tono asiéstico. (El corrector automático de texto está cabreadísimo, subrayando mi palabra en rojo.) O mejor, valdría decir que es éste el tono que mi asiesticia toma cuando escribo asiéstico, o sea, con síndrome de abstinencia de la siesta. La pregunta, entonces, sería: ¿cuál es el de ustedes?
La siesta, por supuesto, es digestiva, y por tanto, fundamental. (Y sirve para evitar escribir textos como éste.) La siesta está mal vista en los países protestantes, y textos como éste es posible que también. Se interpreta como pereza, y no como salud; esa misma cultura interpreta que la salud se consigue sólo a base de martirizar el cuerpo en el gimnasio, o en eso que llaman raning (que al parecer consiste más en correr que en saltar como ranas: es lo que cualquiera que enseñe una lengua conoce como un falso amigo) (el mundo y sus lenguas están llenos de falsos amigos) y toda clase de sacrificios de la carne en favor de un espíritu, o una espiritualidad, capitalista. (No ha de confundirse esto con el espiritismo capitalista, que es lo que enseñan en las facultades de economía.)
Después de comer, y sobre todo, después de una comilona armenia (et al.) como la de hoy, la siesta debería ser obligatoria. Sobre todo para las personas que dediquen (en el futuro) sus esfuerzos mentales, morales, espirituales, físicos y estéticos a la gastrología. Diría imposible entender ampliamente una comida sin la dormilona posterior, sin la resaca vespertina y, sobre todo, sin hablar de ella. Hablar de comida sin ser un experto, ese es el trabajo del gastrólogo.
RECOMENDACIÓN MUSICAL DE LA SEMANA
Y hablando de impurezas, o cosas impuras, esta semana recomiendo A la vida bona, una de las primeras chaconas que se compusieron, o que sobreviven. Se dice que la chacona salió de Perú, camino de Europa, a finales del siglo XVI. Hay dudas, pero Cervantes la llamó “esta indiana amulatada”, o sea mestiza, americana, mezcla de todo. Lo cierto, es que arrasó durante los siguientes dos siglos. Se la consideraba mala porque invitaba a mover las caderas y a algunos les parecía demasiado sexual, tanto que en 1615 este tipo de música para bailar fue prohibida en los teatros de Madrid. Me imagino que sería el reggaeton de la época. ¿Y quién dice si el ostinato de la chacona no está en el origen del de la cumbia?
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, normalmente anda por el galpón o por el patio, o sale por los techos a dar una vuelta. Pero los viernes por la mañana, cuando estoy terminando y montando la niusléter, viene y se está conmigo en el cuarto. Es como si supiera que el tipo ese, el encargado de la comida y los mimos, está muy ocupado y necesita apoyo moral. Pobrecito. Estoy aprendiendo que los gatos, o al menos Doña Ifigenia, saben extender su hedonismo a lugares insospechados.
2. Ya tengo fecha para la segunda dosis.
3. El miércoles por la tarde me dio un bajón terrible. Tan terrible que me tuve que meter en la cama para no salir hasta la mañana siguiente. Perdí temperatura corporal de una manera rapidísima y sorprendente, con el subsiguiente malestar general, tembleque y dolor de cabeza. Había comido demasiado, y sospecho que fue una indigestión. El jueves por la mañana estaba como nuevo.
4. ¿Se han fijado que ya casi nadie escribe cuentos? Es porque ya no hay revistas que los publiquen. Ya casi no hay revistas. Estos días cayó en mis manos un libro de cuentos de Donald Barhelme, sin el que (sospecho) no tendríamos a César Aira. En cualquier caso, si pueden, consideren a Barthelme lectura obligatoria.