Ciro Fagioli Reverberaciones de una ausencia Curaduría: Maya Rivas El Local Juan B. Justo 4328 Buenos Aires Hasta el 16 de septiembre
No sé escribir esta nota, esta serie de apuntes, si no es con entusiasmo. Hace un par de semanas fui a la inauguración de la muestra Reverberaciones de una ausencia, de Ciro Fagioli, en El Local. Mientras estaba ahí, una amiga me escribió para ver si valía la pena ir, y le respondí que era de lo mejor que he visto en mucho tiempo.
La muestra se compone de cinco pinturas y tres planchas de cobre pulido, aprovechando al máximo el pequeño espacio de la galería. La pintura que primero llama la atención es un gran lienzo que muestra a un hombre y una mujer casi desnudos, después hay dos pequeños retratos, un autorretrato del artista aún más pequeño, y otro gran lienzo con otro hombre semi desnudo, yaciente como un cadáver.
Este último, no cuelga en vertical sobre la pared, sino casi horizontal desde el techo, sostenido por cables de acero. Para verlo hay que mirar al reflejo sobre una plancha de cobre que es lo que termina la pintura. Este espejo, como si fuera antiguo, es lo que marca la dirección, y quizá la manera, en que el artista nos propone mirar.
Toda la luz, desde los focos que iluminan las obras, hasta la luz interior de los cuadros, es cálida, dorada, como salida o reflejada en esos espejos de bronce. Es una luz que invita a estar, a quedarse y mirar. Y esa luz, tanto por fuera como por dentro de las pinturas, si consideramos que toda la muestra puede ser una sola obra, es clave.
La noche de la inauguración, aunque en realidad no hacía frío, era difícil ver la muestra por la cantidad de gente que había en la galería. El Local es tan pequeño, que a menudo la vida social de las inauguraciones se da afuera, en la vereda. Yo creo que la gente se quedaba adentro, de manera casi inconsciente, por esa luz, como si fuera una trampa benéfica. Esa luz, de un dorado difuminado por las planchas de cobre, es la misma luz que sale de los cuadros y se combina con la del ambiente, lo baña todo no en una suerte de nostalgia, como pensé al principio, sino en esa invitación a estar de la que vengo hablando.
Y esa invitación es de suma importancia. No se puede mirar, si uno no está, o si está ya en otra cosa, mirando para otro lado. Aquí es como si tanto las pinturas como el ambiente no sólo se ofrecieran a la mirada, como todo lo demás que hay en la ciudad y en las inevitables pantallas, sino que con su invitación, renuevan la relación entre sujeto y objeto, entre quien mira y lo que es mirado.
En ese sentido, ésta es una pintura filosófica y poética (que no literaria). Y su entrada y salida de la luz, la tan íntima relación que hay entre el espacio y los cuadros, nos permite salir, entrar, estar en ella: somos sujetos que miran y objetos que son mirados a la vez, no alternativamente. Podemos cambiar nuestra posiciòn, o el énfasis, pero nunca del todo: siempre estamos.
Hay un retrato de una mujer que no ocupa todo el lienzo, sino que es un cuadro dentro de un cuadro, y hasta emite su propia sombra en trampantojo por fuera del cuadro, igual que otro retrato, que le hace juego, la emite por dentro. Ahora bien, esa sombra juega con la luz que ilumina el cuadro desde afuera, y luego es como si esa misma luz fuera la fuente de iluminación del retrato que es el cuadro interior. Está todo integrado en un vaivén de iluminaciones que incluyen la mirada del espectador y el lugar donde éste se para a mirar.
La palabra teatro viene de la misma raíz que la palabra teoría. Viene de mirar, contemplar. Y dentro de ese campo semántico, está la meditación, la especulación y, por supuesto, el espejo.
En un recoveco de la galería hay un pequeño autorretrato del artista, y junto a él y del mismo tamaño, una plancha de bronce pulido, reflectante, donde el espectador puede ver su propio retrato. Hypocrite lecteur,—mon semblable,—mon frère! Este discreto colofón, resume la invitación a la mirada, al vaivén sujeto-objeto de toda la muestra, y cada obra dentro de ella.