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Marcel Broodthaers tiene una película titulada Lluvia (de 1969, y que hoy sería un video) en la que escribe bajo la lluvia y el agua se lleva la tinta y las palabras. El subtítulo es “Proyecto para un texto”. El tipo se sienta a escribir en un exterior con una pluma que mete en un tintero de vez en cuando. Empieza a llover. No hacía falta que lloviera de verdad, le tiran agua desde arriba (a las plantas que tiene detrás no les llueve). El agua se empieza a llevar palabras dibujadas sobre el papel. El tipo está empapado. Llueve tanto que el tintero se llena de agua y empieza a rebalsar. El tipo escribe a pesar de todo hasta que se harta y para, deja la pluma sobre el papel, las palabras que se alcanzan a ver están emborronadas, quedan ilegibles.
Digamos que el agua es una metáfora del tiempo, y lo que escribe Broodthaers es un poema. ¿No fluye el tiempo como el agua? ¿No se estanca por momentos? ¿No se nos viene encima casi torrencialmente? ¿No decimos que algo es agua pasada cuando hay que olvidarlo, o sea entregarlo al tiempo? ¿No son precisamente agua pasada la gran mayoría de los poemas que escribimos?
Broodthaers fue una de las grandes influencias que me llevó a la BiPA: el poeta convertido en artista de alguna manera.
2
Escribo esta niusléter no bajo la lluvia, pero sí que está lloviendo fuerte. Me gusta escribir mientras llueve. Uno se siente recogido en su cuarto, protegido. También se siente uno recogido, quizá más que otras veces cuando no llueve, por la hoja en blanco que tiene delante, aunque esa hoja traiga su propia intemperie, su propio exterior, sus propios climas y hasta su propio cambio climático, generado por la mano que escribe, por el efecto que las palabras van teniendo en quien escribe y una sobre otra.
Empezaron temprano los truenos, aunque no vi rayos. (Digo temprano, pero les estoy imponiendo mi propia noción del tiempo a los truenos, que en realidad empezaron aquí conforme iba llegando la tormenta.) Pronto llegó la lluvia. En mi cuarto me siento a salvo, pero tengo que vigilar el galpón del IF, ya que el techo tiene unas cuantas goteras, y a veces se filtra el agua por donde están las bajantes, y se ha llegado a inundar. Ayer, previendo la tormenta, subí al techo a limpiar la canaleta, y buena falta que le hacía. Se llena de hojas y de las bolitas de un árbol que está en la vereda. Si no limpio eso de vez en cuando, se tapa la bajante, el agua se filtra y el galpón se inunda.
Ya perdí un trabajo de años por esto. Yo lo hacía a salvo, pero el agua se empezó a filtrar por un lugar distinto y cayó sobre el Registro, 25 carpetas llenas de notas, ideas, comentarios acerca de la BiPA. Se perdió más de la mitad, ya que mucho estaba escrito a pluma. Hoy lo que queda del Registro está en otro lugar, y lo que escribo en él es con tintas pigmentadas, indelebles.
Digo que me siento protegido en mi cuarto, pero aún así me queda el miedo de la inundación, de otra pérdida como la del Registro. Llueve fuerte y sí, me siento protegido en este interior, pero a la vez siento esa incomodidad del miedo a la inundación.
3
Siempre me gustó la lluvia. Crecí en el desierto, donde llovía poco, pero en verano, con el monzón se inundaba buena parte de la ciudad. Tengo la imagen en la cabeza de ir cruzando lagos enormes con el coche, y al salir de uno probar los frenos para estar seguro de que todavía funcionaban.
Después viví en una de las ciudades con más lluvia de toda Europa. Salía temprano de mi casa, todavía a oscuras, y había agua en el aire. No era llovizna exactamente, era como si unas gotas pequeñísimas estuvieran suspendidas en el aire, como tiempo paralizado, y uno al pasar fuera dejando un surco del tamaño del cuerpo en ese aire mojado.
Exagero, claro, pero siempre digo que un año empezó a llover en septiembre y paró en mayo. Y yo no me di cuenta de que había salido el sol hasta que vi el cielo reflejado en un charco. Lo cuento así porque creo que se transmite mejor la dimensión del fenómeno, de vivir bajo una lluvia o un cielo constantemente nublado, con la consiguiente escasez de vitamina D. Y el frío, la humedad, tener que tener dos abrigos para usar uno mientras se secaba el otro.
4
En Buenos Aires llueve bien. Llueve de vez en cuando, con lo que tenemos cielos limpios, nublados, lluvia y sequía alternativamente. Esa variedad. Aquí nunca he sido dueño de un paraguas. Tengo, en cambio, un poncho impermeable azul diseñado para cubrir el cuerpo y también la mochila que uno lleva a la espalda. Si salgo con lel poncho, soy el fantasma azul de Buenos Aires.
(Detesto los paraguas porque la gente no los sabe usar. En las ciudades, la estupidez de la gente se ve más y más a menudo. Están los que llevan el paraguas sobre el hombro, por pereza, con el riesgo de sacarle un ojo a alguien con la punta de una de las varillas. Están los que llevan paraguas y aún así caminan por el lado del edificio, apartando de la poca protección que ofrecen a la gente que no lleva. Están los que de repente se paran a mirar un escaparate y casi te decapitan al girar el paraguas. Gente toda estúpida que cree que es la única que va por la calle. Son como turistas, igual de atontados.)
Suelo salir poco cuando llueve. En parte es por no lidiar con la estupidez ajena, en parte es porque más gente saca el coche, con lo que el tráfico (aunque uno use el transporte público) se vuelve más pesado, en parte es porque las terrazas de los cafés se vuelven inhabitables. Salgo si es imprescindible, no si la cosa puede esperar a mañana o pasado.
5
Una tarde, en Madrid hace muchos años, en lugar de ir directo hasta Atocha para tomarme el tren a Valencia, paré en la librería Dedalus, donde compré Tadeys, de Osvaldo Lamborghini y El río sin orillas de Juan José Saer. Cuando salí de la librería llovía torrencialmente, y todavía me quedaba un buen trecho hasta la estación, a la que llegué completamente empapado. Pensé que a lo mejor no me dejaban subir al tren, pero no me dijeron nada. (Sin embargo, estoy seguro, quizá falsamente, de que hoy me llamarían la atención.) Pensé que a lo mejor la tormenta era un castigo por parar a comprar literatura argentina.
Años después y ya en Buenos Aires, Anxo Rabuñal puso en mis manos la edición facsímil del Teatro Proletario de Cámara, otro de los puntos de contacto de la BiPA con la literatura hecha de otra manera, más allá del mero texto. El Registro no hubiera existido sin este libro. Ahora que lo pienso, el Registro se estropeó bajo una lluvia torrencial, y la primera vez que compré un libro de Lamborghini también llovió fuerte y quedé empapado. A lo mejor la lluvia es la forma en que el fantasma de Lamborghini se comunica conmigo, más o menos para mandarme a la mierda y reírse de mí.
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Tendría trece o catorce años cuando una vez me puse a mirar el horóscopo en una revista femenina que mi madre había dejado por ahí. No era el horóscopo diario o mensual, era más como una descripción de las características de cada signo. Lo que recuerdo del mío, Cáncer, es que debo tener una relación especial con el agua, y los cáncer son excelentes marineros. Es extraño porque nunca me gustó nadar, y siempre digo que no sé para no tener que dar explicaciones. Siempre se exigen explicaciones cuando alguien dice que no le gusta algo que a uno le encanta. No quiero dar explicaciones.
Años después, me echaron la carta astral y salió que por no sé qué intervención de Neptuno soy poeta. “Y eso te hace poeta,” escribió la poeta que hizo la carta. (Ahora paró de llover.) Ahora no estoy seguro si era Neptuno, pero sería el planeta correcto, ya que Neptuno es el dios del mar. Así, la cosa da toda la vuelta, no soy marinero (por tí seré) pero el dios del mar me hace poeta. O soy, para citar (parasitar) a Alberti, que me interesó siempre bien poco, marinero en tierra.
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AB, leyendo poemas míos, detectó una fuerte presencia del agua en ellos. Yo no lo había notado, en gran medida porque no me gusta volver sobre los poemas del pasado, que son agua pasada y hay que dar al olvido. No veo que se pueda seguir escribiendo si uno no olvida lo ya escrito, si no lo somete a un proceso de olvido voluntario que sería como la lluvia en la película de Broodthaers.
Pero sí, ahora soy consciente del agua en mis poemas. No tanto al escribir el borrador, como sí al pasarlo en limpio y hacer correcciones. El otro día hice uno que comienza:
Anuncian lluvia para hoy como todas las mañanas cuando nos miramos a los ojos y alabamos los grandes discursos en el silencio de nuestras mentes respectivas.
Luego el poema enloquece y va por otros derroteros. Este principio no hacía falta, pero lo dejé para que estuviera el agua en él de alguna manera.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, lleva adentro toda la mañana. Claro, llueve. Sin embargo, hacía muchos días que vivía en el patio, donde tienes sus escondrijos, sus camas, lugares donde le gusta apostarse para observar al personal. Ahora, adentro, viene a buscarme de vez en cuando para que le dé bola: comida o mimos.
2. Estoy emprendiendo un nuevo proyecto: REVISTA, la revista literaria de la Biblioteca Popular Ambulante. En papel, claro. Saldrá en tiradas muy cortas, hecha siguiendo las pautas de la BiPA, todo a mano. Sólo saldrán a la venta 50 ejemplares (más uno por colaborador), para mantener el valor fetiche del objeto. Igual, algunos de los artículos, poemas y relatos saldrán en una sección especial de BAIPEX, como para hacer publicidad. La revista será mensual (por ponerse un desafío interesante). Avisaré aquí en las Noticias cuando el primer número esté por salir, por si quieren reservar un ejemplar. Habrá descuentos para los suscriptores (los que pagan) de la Niusléter.
3. Los poemas están en Paseante Extranjero. Ese del que puse el principio es Gramática, el último que colgué.
4. Ahora mismo me dan ganas de salir a dar una vuelta, encontrar un café con terraza techada, y sentarme ahí bajo el toldo a ver cómo la gente se saca los ojos con el paraguas. Esta tarde vi llover / vi gente correr / y no estabas tú… porque estabas haciendo cola en el Hospital Santa Lucía para ver si te podían meter el ojo otra vez en la cuenca.