
Cuando tenía veinticinco años, hace ahora 30, abandoné mi amor por los autos y el automovilismo. “Automovilismo”, qué buena palabra. Como si fuera un movimiento artístico, un movimiento político, que por supuesto lo es. Ningún auto existe sin una idea estética. La estética es, siempre, política.
Abandoné porque el otro lado de la estética es la utilidad, y para mí, el auto perdió utilidad. Tomé la decisión consciente de convertirme en peatón. Y la he mantenido todos estos años. Soy fan y defensor, casi que intransigente, del transporte público.
Con el abandono de mi pasión por los autos, vino el de mi pasión por el automovilismo. Dejé de seguir las carreras por televisión y en la prensa, me enseñé a odiar la Fórmula 1. No sé si la única forma de dejar de amar es odiar, sin embargo ayuda. Pero uno siempre ama, en el fondo, aunque se pierda el contacto, aunque no se pueda amar directamente.
En enero de 1955, Ford presentó el Lincoln Futura. Lincoln es la rama de lujo de Ford. El diseño era de Carrozzeria Ghia, la empresa de Turín especializada en diseño de automóviles, que pasó a formar parte de Ford en 1973 y algo tuvo que ver con el diseño del Falcon y el Taunus argentinos.
El Futura era el futuro. Sólo se fabricó uno, era de un blanco perlado para el que se utilizaron perlas verdaderas, molidas. Grande, hermoso, con los faros encapuchados y las aletas exageradas en la cola, como un ave diseñada para volar por las autopistas que en ese momento se estaban construyendo por todo Estados Unidos siguiendo el modelo ideado por Hitler en Alemania antes de la Guerra. Eisenhower aprendió mucho de su estadía en Europa.
Mediado el siglo XX, la modernidad lo era todo. La modernidad económica, la modernidad en el estilo de vida, en el tipo de agricultura que se practicaba, en el arte, en la literatura, en el cine, los electrodomésticos, la ropa. Libertad y modernidad eran sinónimos. La modernidad era el auto. La libertad era el auto. El auto era libertad. Así se desplegaba el ala económico-cultural del esfuerzo de los países capitalistas contra el comunismo, de EEUU contra la URSS: la Guerra Fría estética, la estética de la Guerra Fría.
Y en esa época de petróleo barato, el Futura llevaba un motor de 6 litros y transmisión automática de tres velocidades, raro para un prototipo, cuando sólo son para mostrar en las ferias, no para probar y conducir. Con lo grande que era, no tenía más que dos plazas en una cabina doble de plástico transparente y redondeada, como de avión de combate. Ese auto era un avión.
Cuando era niño, calculaba que para el año dos mil, tendría 36 años, una eternidad, los mismos que mi padre, porque yo pensaba que mi padre siempre tenía 36 años, y habría autos voladores. El Futura promovía esta idea casi una década antes de que yo naciera. Los autos voladores de Los Jetsons estaban basados en el Futura. Nunca se produjo más que ese prototipo, aunque sí salieron autitos de juguete y modelos para armar.

Leyendo la Wikipedia, me entero de que el Futura, ahora pintado de rojo porque el blanco perlado no quedaba bien en el celuloide, apareció en It Started with a Kiss, con Glenn Ford y Debbie Reynolds, en 1959. Luego lo compró George Barris, un tuneador de autos basado en Los Ángeles.
En esa película, Glenn Ford es un sargento del ejército norteamericano asignado a una base en España que se gana el Futura en una rifa. Un oficial le explica que no debe pasearse en un auto tan lujoso por las calles de un país pobre, la España de la pos-posguerra. Queda mal que los norteamericanos exhiban su riqueza, su soberbia. Es la clase media dejando claro a la clase obrera que eso de exhibirse está mal visto y no se debe hacer. Al final, el sargento no tiene para pagar los impuestos del coche y se lo vende a un torero, precisamente el tipo de español de clase baja que vivía de exhibirse. Lo que para el torero es un traje de luces, para el norteamericano medio es un auto vistoso.
El Futura reapareció en 1966, tuneado por Barris. Era el Batimóvil. Lo que en 1955 era el futuro, en 1966 resultaba kitsch. En 2013 Barris lo vendió en subasta pública por cuatro millones seiscientos veinte mil dólares. Enganchó el creciente interés, traducido en una subida espectacular e incesante de los precios, por los autos clásicos. Tampoco venía nada mal que el Futura estuviera en perfecto estado y que de él sólo se hubiera fabricado un ejemplar.

En 2008, el mundo se fue al carajo en medio de una profunda crisis inmobiliaria y crediticia. En Argentina estábamos aislados, nadie confiaba en nosotros, no teníamos crédito. El crédito es un caballo de Troya capaz de derrotar cualquier cortafuegos. A nosotros nos habían negado la posibilidad de infección, o a lo mejor éramos inmunes, habiendo pasado esa crisis siete años antes. Ese mismo año apareció en las pantallas de todo el mundo The Dark Knight, segunda parte de la trilogía de Christopher Nolan, protagonizada por Christian Bale. Medio siglo más tarde, el Batimóvil era otra cosa.
Del entusiasmo futurista y aéreo de 1955, se pasó al desencanto cínico y sonriente del kitsch de los 60, para llegar a una sensación de crisis en la que cualquier acceso al futuro parecía vedado. El Batimóvil de Nolan y Bale es un carro de combate urbano, diseñado para ciudades inmersas en la guerra de clases, la corrupción de las élites gobernantes, el crimen, la droga y la desesperación.

De chico, visité Disneylandia (California) varias veces con mis padres, y ahí había un monorriel que circulaba por encima y alrededor de todo el parque. Mi padre me informó que ese era el futuro de los trenes, o el futuro a secas. Cada día, tomábamos este medio de transporte cuasi público para ir y venir del hotel al parque. El futuro era como estar de vacaciones.
La primera vez que estuve en Detroit, en el verano boreal de 1997, me sorprendió ver una ciudad moderna en ruinas. Detroit era, y supongo que sigue siendo, la capital de la industria automotriz estadounidense, la cuna de la Ford Motor Company. Los barrios que circundan el centro de la ciudad estaban casi abandonados, las casas incendiadas o cayéndose a pedazos tras décadas de abandono. Pero había un monorriel.
Y por supuesto subí. El monorriel era el futuro, y por lo que oí, el gobierno de la ciudad de Detroit construyó el suyo como salto al futuro, un vehículo que saltara por encima de la ruina, de las casas en ruinas y los edificios quemados, hacia un mañana próspero y burgués. Al fin y al cabo, Disney es uno de los grandes vehículos ideológicos de la clase media.

Creo que lo que más me sorprendió de aquel viaje circular en el monorriel de Detroit, fue poder echar un vistazo fugaz por las ventanas de un edificio de ocho o nueve pisos que había sido una de las grandes tiendas del centro de la ciudad. Esas tiendas que venden de todo: perfumería y marroquinería en la planta baja, damas en el primer piso, caballeros en el segundo, a lo mejor un restaurante en lo más alto con vistas a la ciudad. Estaba abandonado. Las ventanas rotas, muchas con las marcas negras del humo de un incendio. Pintadas en las paredes: los típicos signos del vandalismo urbano de los 70, 80, y 90, antes de que se lo apropiaran las multinacionales para su publicidad.
Rascacielos en ruinas. Eso me dije entonces, y lo guardé para título de un poema que luego nunca escribí. El Ford Lincoln Futura de 1955 salió de Detroit. El Batimóvil de 1966 salió de Los Ángeles. Detroit fue abandonada rápidamente por la clase media blanca, que huyó al conurbano a partir de 1967, después de los grandes disturbios, cuando los negros, hartos del abuso policial, se echaron a las calles a prenderle fuego a todo. Hubo disturbios por razones similares en Los Ángeles en 1992, pero de ahí no huyó nadie, la ciudad ya era una conurbanización casi toda.
Gotham, en la trilogía de Batman de 2005 a 2012, es Nueva York pasada por el tamiz de Detroit en la imaginación urbanístico-apocalíptica del cine norteamericano. Ahí la clase media casi ni se ve. Está Gary Oldman en el papel del teniente Gordon que ascenderá a Comisionado de la policía, el único poli honrado. Lo que vemos es una clase alta decadente y desentendida de los problemas de la ciudad, y una clase lumpen, combinación de la clase obrera y la clase media venidas completamente a menos por una crisis económica al parecer permanente y sin salida. No se presentan otras opciones sociales, económicas ni políticas.
En la primera entrega de la trilogía, se ve el tren elevado construido por el milmillonario Dr. Thomas Wayne, padre del futuro Batman, que no sé si es un monorriel o no, pero cumple la misma función: devolver la confianza a la gente de Gotham, y sobre todo, a los inversores. Nos lo dicen siempre: hay que devolver la confianza a los inversores. Lo decía Macri, hasta que se dio cuenta de que no sucedería. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires también construyó un tren elevado, aunque no era un monorriel.

La modernidad abrió el futuro, que ahora podía ser cualquier cosa. “¡Quién sabe qué van a inventar ahora!”, “ya no saben qué inventar”, son frases comunes que denotan sorpresa ante cualquier nueva apertura del futuro, sobre todo las más absurdas. No niegan la apertura en general, sólo esa en particular, que obviamente no nos lleva a ningún lado.
El futuro propone una reestructuración de la fe. Previo al siglo XVIII y la Revolución Industrial, el futuro tenía, invariablemente, dos posibilidades, al menos en Occidente: el Cielo o el Infierno. El Purgatorio, esa instancia burocrática, sólo tenía sentido para los católicos. Las otras formas del cristianismo la eliminaron en pos de una aceleración, o dinamización, del trámite. Pero el progreso técnico trajo consigo la idea de un futuro siempre abierto, múltiple, siempre cambiante. Para quienes todavía mantenían algún tipo de fe religiosa, el futuro abriría una sucursal del mismísimo cielo aquí en la tierra.
Así, la modernidad se debate entre dos tipos de futuro––el abierto de la técnica y el cerrado con el cielo como telos, pero también traído por la técnica. Sin embargo, algo ha pasado, ha surgido una tercera posibilidad, la de un futuro cerrado pero no en el cielo, sino en el infierno, y también traído por la técnica. Es el futuro clausurado que aparece en el cine y la literatura distópicos, de los que la trilogía del Caballero Oscuro es una entrega más. Sin futuro, o al menos sin un futuro abierto y deseable, el mundo entra en una crisis que ya no es sólo económica y técnica, sino espiritual y emocional.
El Batimóvil de Nolan y Bale ya no es un Futura pasado al kitsch, algo que sorprende y nos hace soñar con una vida mejor, o al menos nos hace sonreír como si supiéramos algo que los demás no saben. Ahora es un carro de combate diseñado para la guerra ciudadana. Ya no vuela por las autopistas del futuro, pasa por encima de los autos parados en un embotellamiento sin fin bajo la lluvia, capaz también de romper muros y atravesar edificios. Este Batimóvil expresa el tránsito de la confianza absoluta en el crecimiento, la prosperidad y el progreso, del futuro abierto y cambiable o edénico, a la desesperación de las calles oscuras, el crimen, la corrupción y las ciudades en ruinas––la vida moderna como callejón sin salida, una versión del infierno, un espacio de conflicto incesante y violento. El auto perfecto para una época en la que se ha perdido la fe en el futuro.
No leo en busca de síntomas como un médico, como si pudiera curar lo que pasa a mi alrededor. Leo más como un forense, en busca de pruebas, señales, pistas que me lleven, por lo menos, a entender algo de lo que ocurre. Para cuando nací, el mundo en el que iba a crecer, ya era otro del que había sido cuando se mostró el Lincoln Futura 55 por primera vez. Ese optimismo estaba en vías de extinción. Crecí más bien con el kitsch del Batimóvil 66. Poco a poco, y a veces a saltos, las promesas se fueron agotando.

Visité Detroit de nuevo a principios de 2019. Seguían ahí las fábricas abandonadas, con los vidrios rotos y los portones oxidados. Pero el centro ya era otro. Muchos de los edificios habían sido reformados, había rascacielos nuevos, calles limpias. Aquella gran tienda de varios pisos había desaparecido, demolido el edificio. Con mi amiga Juli, que cuando la conocí en 1989 conducía un hermoso Dodge Dart Swinger, y ahora conduce un todoterreno anónimo, dimos un paseo por los barrios circundantes del centro. Ya no estaban las casas en ruinas o incendiadas. Ahora no había nada, manzana tras manzana de terrenos baldíos, y de vez en cuando, una casa habitada, o una casa abandonada y tapiada.
También fuimos a lo que fue la primera fábrica de Ford, ahora un museo. Junto al libro de visitas, que te pedían que firmaras, había un mapa del mundo. Me preguntaron de dónde venía. Dije que de Buenos Aires. El guardia miró el mapa y dijo que yo era la primera persona de Buenos Aires en visitar el museo, y me dio una tachuela para que marcara la ciudad en su mapa. En el museo, por supuesto, del Futura, o del futuro, ni rastro.