Crecí entre libros. Crecí amando los libros, y aún hoy vivo entre libros. Pero odio los libros.
Los odio porque no encajan con mi estilo de vida nómada. Nómada siglo 21, no nómada en el sentido literal. (También el nomadismo es hoy en gran medida virtual, pero no totalmente). Los libros pesan, ocupan demasiado espacio. Si se viene una mudanza, hay que meterlos en cajas, cargarlas, descargarlas, sacar los libros, volverlos a organizar, ponerlos en los estantes de la nueva casa, el nuevo espacio sedentario que hay que habitar. El nómada agarra su mochila y su computadora y se va.
Yo no soy nómada en el sentido literal. O si lo soy, me falta agilidad. Hoy en día la agilidad se mide en términos de dinero. Lo soy, sin embargo, en un sentido espiritual, con por lo menos un nivel de abstracción, el de la ensoñación; y también en la negativa a asentarme en un lugar que, incluso remotamente, parezca que es para siempre. Cualquier tipo de anclaje que parezca definitivo me da claustrofobia.
Los libros existen literalmente, en papel. También virtualmente, en pantalla. Los libros de papel se asemejan demasiado a un ancla, a algo que te fija en un lugar. Los libros virtuales le vienen mejor a un nómada, tanto abstracto como literal, como yo. Con una pantalla de bolsillo se puede leer en cualquier lado, y si hay conexión a internet, mejor.
Otra razón por la que odio los libros es que dependen de toda una industria para existir: las editoriales, con todo su personal, su maquinaria (la abstracta y la concreta), escritores, librerías, distribuidoras, bibliotecas, universidades y lectores de todo tipo. Con un libro, nunca se está solo. Los libros, en otras palabras, dependen de una sociedad libresca. Me considero antisocial en relación a esta sociedad.
Por ejemplo, detesto su hipocresía. Sin hipocresía, la vida en sociedad sería imposible o insoportable, lo sé. Pero lo que me molesta es todo ese rollo de que el libro es cultura cuando en realidad es industria y comercio: sólo hay que ir a cualquier librería y echar un vistazo a la mesa de novedades para ver que el libro genial de un amigo no está ahí, pero sí que hay una pila de ejemplares de la última tontería mal traducida y destinada al olvido. A lo mejor, lo que hay que decir es que nuestra verdadera cultura es el comercio y dejamos de hacernos los finos.
Y quizá es eso lo que habría que hacer. Los editores, libreros y banqueros (y algunos escritores) del primer siglo después de la invención de la imprenta esto lo tenían muy claro. El libro era una oportunidad comercial más. Lo de la cultura era lo que se decía para luego vender la tirada entera y quizá sacar otra. Si adoptáramos la actitud del siglo 15, los libros serían todavía peores, pero no habría hipocresía y es probable que tampoco hubiera que leerlos. Una receta clara para la felicidad.
La última vez que pise una librería, poco antes de la cuarentena del año pasado (lo digo así para que no se confunda con la que se viene este año), vi que lo que había en los estantes era cultura del siglo 20, ese siglo que por alguna razón, inlcuso los que nacimos en él, no podemos dejar de olvidar. Comercio aparte, la cultura real, la de ahora, está muy por delante de la cultura libresca.
Una de las virtudes de los libros es que aportan ancho de banda temporal. Pero el ancho de banda que se encuentra en las librerías es el de la cultura progre de hace veinte años. Para encontrar una banda más amplia, casi que hay que depender exclusivamente de las librerías de viejo y de Mercado Libre. O sea que hay que rebuscar en la basura, la que ya está clasificada y la que no, mover toneladas de escombro cultural y comercial para encontrar esa joya que uno necesita leer de la misma manera que necesita respirar.
Y luego está la cuestión del precio de los libros, pero por ahí no quiero andar hoy.
Pero crecí amando los libros. La verdad es que no odio los libros. Odio lo que los circunda. Ese entorno tan ideológicamente conservador, o tan conservador de su ideología, sus tradiciones y modales, su pequeña soberbia de nuevo rico cultural, su actitud como de secta religiosa fundamentalista.
Amo los libros, y se entendí alguna cosa en 2011, cuando empezaba a pensar en lo que luego llegó a ser la Biblioteca Popular Ambulante, es que si los medios de producción artística e intelectual estaban cambiando, los libros también iban a tener que cambiar—o volverse inviables hasta desaparecer, convertidos en toneladas de material para reciclar.
La función del libro tendría que cambiar, y quizá también su forma y seguramente su contenido. Aquí me refiero al libro de papel, en una época en la que cada vez se lee más en pantalla. ¿Pero cómo sería ese cambio? No me quedó otra opción que abandonar la secta libresca, y lo hice con toda la pasión de un apóstata. Tuve claro que debía adentrarme en el desierto de la no-lectura y buscar ahí algún tipo de respuesta espiritual y la forma material de presentarla.
Si me quejo de la cultura que encuentro en las librerías es porque ya no es cultura. Es un producto meramente académico y burocrático. La gente, los demás, vivimos en otro lugar, o nomadizados, estamos de camino. El primer estertor de muerte de una cultura es burocratización, su paso a formar parte de un expediente, de un archivo, de un formulario. Es cuando el formulario es más importante que la vida, que la realidad. En las librerías veo comercio de consumo inmediato y próxima caducidad, o cultura burocrática, para empleados del estado.
Sí, soy un romántico, y pienso que la cultura ha de seguir por derroteros distintos y distintos derroteros.
Esto no implica que no haya gente escribiendo en otra dirección, haciendo otro tipo de libros, viviendo en otra cultura, ¡claro que la hay! Y no sólo la hay, sino que está de camino a convertirse en una mayoría absoluta. Más allá de las bobadas del ego en las redes, la gran red está produciendo otra cultura y otro mundo. Tan es así que hasta tiene sus propias monedas, sus propios códigos sociales y sus propios lenguajes (más allá de los de programación).
Y ya que la moneda siempre tiene más de dos caras, hay que añadir que las ciudades son otra cosa de lo que eran en el siglo 20. Van en otra dirección. Y apenas estamos aprendiendo a acceder a su inconsciente, tarea que no sólo ha de ser de los fondos buitre, sino que nuestra obligación es tomarla como nuestra. Y cuando digo nuestra o nosotros me refiero a los artistas. La gente que no es artista ya está en eso. Hay que seguirle el rastro y seguirla.
El resultado mi aventura desértica, la BiPA, es un fracaso en el sentido comercial e industrial. En el sentido de la verdadera cultura del libro. Es un desvío contra el libro, por medio del libro, y para el libro. Es una abstracción, espíritualización del libro en el sentido de que sigue el rastro del espíritu del libro antes de la industrialización del libro. Es un anacronismo en busca de un futuro.
En el sentido espiritual y abstracto, la industria del libro no sólo ha fracasado, sino que vive prácticamente en la indigencia. Si no fuera por las ayudas del estado, una buena parte se iría rápidamente al carajo, y tendría que venir la policía a retirarla de la vereda en respuesta a las quejas de los vecinos.
Pero aunque la BiPA haya triunfado espiritualmente, no ha encontrado la respuesta para salvar al libro de sí mismo. La respuesta debe ser industrial y comercial. La transmisión de textos, por ejemplo, ha encontrado la salida electrónica. Pero no debemos confundir el texto con el libro, la parte con el todo. El libro es más que el texto, y el texto, por mucho que los escritores quieran creer otra cosa, es secundario.
Los poetas entendemos esto perfectamente, y aunque nuestra función sea trabajar con el lenguaje, sabemos que el texto, al menos impreso, ocupa esa posición secundaria. Osvaldo Lamborghini lo tenía claro con eso que decía de primero publicar, luego escribir. Primero el libro y luego el contenido, ¿no?
El trabajo del poeta es observar el presente y venir a cantarlo con los ojos y la voz puestos en el futuro. El trabajo del poeta del libro es observar el presente y encuadernarlo con vistas al futuro en general y, en particular, con vistas al futuro del libro.
NOTICIAS
1. No sé si lo habrán notado, pero esta que acaban de leer es la Niusléter número cincuenta. Estoy orgulloso, pero no sé cómo celebrarlo. Si se les ocurre algo, ya me avisarán.
2. Ifi, la gata del IF, ayer no me habló en toda la tarde. Estaba ofendida. Supongo que es porque por la mañana salimos a trabajar y a ella le habrá parecido que no había habido suficiente superbrushing. Esta mañana, tuve que interrumpir el montaje de la Niusléter varias veces para hacerle los superbrushings requeridos. Ahora parece más contenta.
3. Me compré un cuaderno nuevo. Bueno en realidad, dos, porque no pude resistir la tentación. Los que uso son caros. Recuérdenme de que un día haga una Niusléter acerca de los cuadernos y el papel que juegan en mis procesos creativos. A lo mejor alguna de esas ideas les sirve a ustedes.
4. Hoy hizo sol. Ayer hizo sol. Bienvenido el sol, tras tantos días de cielos nublados y lluvia.