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La pinturicidad sería algo así como el nivel de verdad de una pintura en tanto pintura. Eso que al mirar un cuadro me mueve a decir: Esto es pintura de verdad. He visto obras de artistas consagrados en las que el nivel de pinturicidad me parece bajo, como si se hubieran mentido a sí mismos al pintar, y claro, he visto obras de desconocidos en las que sí veo una gran pinturicidad. Quizá los que se consagran sean aquellos que logran una mayor consistencia en este sentido.
Voy a tratar de usar la palabra pinturicidad lo menos posible. Es una palabra privada, personal, que uso para mis adentros no cuando veo un cuadro, sino quizá cuando ya estoy en la calle y voy pensando lo que vi, al tiempo que voy atento a que no me pise un colectivo.
Cuando era chico, me gustaban mucho las películas de aventuras cuya acción ocurría en la Edad Media. En la de Hollywood, claro. De hecho me siguen gustando; hace unos años me vi Juego de tronos entera y la disfruté un montón. Pero tendría yo 6 ó 7 años cuando un día le pregunté a mi abuela cómo se llamaban esos con las armaduras. Si los romanos eran romanos, y luego estaban los indios y los vaqueros, y luego los nazis y los americanos, ¿cómo se llamaban esos? En ese momento, había una batalla en la tele, y mi abuela se sacó una palabra de la manga para quitarse al nieto de encima: se llaman peleones, me dijo. Y yo me lo creí, ya que siempre se estaban peleando. Luego lo repetí en el colegio y no coló.
Esto de la pinturicidad es algo parecido: una palabra para quitarme de encima esa pregunta molesta acerca de qué es lo que hace que un cuadro sea pintura de verdad. O quizá sirva para ayudarme a procesar esa serie de emociones que una obra de arte puede provocar.
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Ahora bien, esto que digo es por completo subjetivo. Puede que no sólo tenga que ver con la obra en sí, sino también con mi estado de ánimo en el momento de verla. No hay forma que yo conozca de cuantificarlo, de convertirlo en algún tipo de estadística. Si se hiciera una encuesta, por ejemplo, un experimento en el que ponen veinte cuadros delante de una persona, y le piden que indique la pinturicidad de cada cuadro con un número del 1 al 10, luego repiten la operación con otras mil personas, el experimento fracasaría porque hay demasiados factores a tomar en cuenta. Uno sería la manera en que haber visto un cuadro afecta cómo vemos el siguiente o los demás. Otro sería el gusto de cada quien.
Yo no tengo gusto en cuanto a pintura. Me gusta y me interesa todo lo que se pueda ver de todos los tiempos y de todas las culturas. Me gustan también las láminas que antes venían con los calendarios. Me acuerdo de uno calendario de esos que estaba en casa de mi abuela, y de cómo me podía pasar horas, o largos minutos, mirando la naturaleza muerta reproducida en la lámina.
Es muy probable, sin embargo, que esta idea de la pinturicidad venga de la teoría del arte de mediados del siglo XX: eso que decía Clement Greenberg de reducir la pintura a pura pintura, sacando la figura, la anécdota, la mímesis, todo menos la pintura en sí. A lo mejor he interiorizado tanto esa idea que ahora miro un cuadro, el que sea, o un mural maya, pensando sólo en lo que tiene de pintura.
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Puedo verlo todo. No me importa el tema. Puede ser un paisaje urbano impresionista, una naturaleza muerta holandesa del siglo XVII, algo de Picasso, da igual. Lo disfruto todo.
Cuando pasaba mucho tiempo en Madrid, si andaba por ahí un domingo, acudía al Prado justo antes de que abrieran y esperaba a que me dajaran entrar. A menudo era el primero, y los guardias ya me conocían. Me llamaban el tío de la pluma porque en esa época usaba una Delta con el cuerpo de acero y el capuchón de plata que armaba un escándalo en el detector de metales. No pasaba más de una hora en el museo, y normalmente sabía lo que quería ver. Me conocía el museo y sabía dónde estaba todo. A lo mejor me paraba delante de un cuadro durante media hora, a lo mejor eran 5 ó 6, o dos, pero siempre pocos. No quería saturarme la mirada. Quería dejarme afectar por completo, o lo más posible. Un par de veces me ocurrió que iba en busca de una cosa pero me detuve delante de otra, y me olvidé de la que tenía en mente.
(Ahora no sé si esto sigue siendo posible. Los museos están llenos de turistas. Un museo lleno de turistas es lo mismo que un restaurante lleno de cucarachas. Buen provecho.)
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He visto muchas obras de pintores a los que no los conocen ni en su casa, y en algunas he encontrado esta cualidad de la que hablo. He vuelto al estudio de un pintor, meses después de haberlo entrevistado, para que me deje mirar, estar a solas con un solo cuadro. Sí, soy ese tarado que interrumpe el trabajo de los demás para poder estar con una de sus obras. Soy tan imbécil que soy capaz de decir, y lo he dicho, que sólo me interesa ese cuadro, y que todo lo demás me da igual.
Pero me pasa lo mismo con la poesía, por ejemplo. Hay poetas de los que sólo me interesa un poema, y hay poetas de los que me interesa todo lo que hicieron, hasta su vida privada, sus cartas, la marca de cigarrillos que fumaban. Todo depende del nivel de poeticidad que encuentre en sus poemas. Sí, sé que la palabra correcta es poesía, pero poesía tiene tantos usos que para describir esa sensación de la que hablo aquí tengo que sacar ese mamotreto. Hay gente, incluso, que llama poesías a los poemas.
Y tiene que ver con cómo me afecta el poema. En qué sentido y a qué grado. A todos nos ha pasado que algo que nos afectó muchísimo, ahora no surte el mismo efecto. No creo que sea tanto por desgaste, sino porque uno cambia, lo afectan otras cosas, la vida, lo que ha leído desde entonces, si llueve o hace sol. El momento es crucial, y sin embargo hay cosas a las que uno vuelve una vez tras otra durante toda la vida. Luego hay cosas a las que no hay que volver: es mejor quedarse con el recuerdo, con la sensación de cómo esa obra lo afectó a uno en su momento, y con cómo esa sensación se ha ido transformando en la memoria a lo largo del tiempo.
La última vez que estuve en El Paso, no quise cruzar la frontera a Juárez precisamente por no destruir la memoria que tenía de la ciudad. Mucha gente me dijo que la ciudad había cambiado tanto que no la reconocería. Y bueno, ahí es la cosa la que cambia, y no sólo uno.
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Nunca fui ni seré coleccionista de arte. Primero porque no siento la menor necesidad de poseer algo. Segundo porque no quiero desgastarme la mirada, quiero ir siempre a la obra con los ojos más o menos nuevos. Tampoco tengo casa ni paredes donde colgar las cosas. Mis propias obras están ahí, arrumbadas en el galpón, juntando polvo. Pero la verdad es que no entiendo el coleccionismo.
Soy incapaz de coleccionar nada, de esa sistematicidad—palabra que, al parecer, existe. Entiendo lo que hacen los museos, y puedo entender hasta el museo que alguien pueda montar en su casa, pero no puedo hacerlo yo. Tampoco creo que podría trabajar en un museo. Es por lo que vengo diciendo aquí, pero también porque, si yo tuviera algún poder de decisión en lo que se adquiere, terminaría dejándome llevar por esa emoción, o esa relación, que aquí llamo pinturicidad, con lo cual seguramente compraría obras que otros no considerarían importantes, o dignas de la institución.
Me da igual el sistema y me importa un carajo la completitud de la colección. Ahora los museos de Occidente adquieren más obras de mujeres o de minorías étnicas. A mí me da igual porque no me interesa quién hizo la obra hasta después de haberme relacionado con ella. Creo que esto es importante a nivel institucional, pero no en cuanto a lo que a mí me pueda parecer artístico.
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Cuando edito poemas de otros, me da igual quién sea el poeta, cómo es o a qué dedica el tiempo libre. También me interesa poco lo que dice el poema. Me importa mucho cómo lo dice. Me importan los adjetivos, la puntuación, qué lugar ocupan los verbos. Me interesa que eso funcione para que el poema funcione y diga lo que tenga que decir. Me importa que el poema alcance su máxima poeticidad. Y es precisamente lo mismo que hago con mis poemas cuando vuelvo a ellos días, semanas, meses, años después de haberlos escrito.
Lo que importa, a fin de cuentas, es esa lucha cuerpo a cuerpo con la obra, sea un poema, un cuadro, una instalación, una pieza de música o una película. Pero no tanto la del artista, como sí la del espectador. Y es a eso a lo que quiero referirme con mi palabreja fea, pinturicidad. Es una relación personal con la obra. Ese instante cuando algo se ilumina y algo se renueva en uno. O algo se despierta en uno. Para mí, el arte y la poesía no tienen otro sentido.
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Otra razón por la que desconfío de la adquisición en el arte es eso que René Girard llama “deseo triangular” o algo por el estilo. Está uno, está el objeto del deseo, está otro que desea ese objeto. Uno no desea el objeto directamente, sino por imitación del otro. ¿Y no es eso lo que ocurre en las instituciones, en la colecciones privadas? ¿Y no es esto la clave de toda moda? ¿Pero qué pasa si uno se abstrae por un momento de los demás, y en lugar de hacerse la selfi delante de la Gioconda, deambula por las otras salas hasta encontrar algo que lo invada y lo afecte?
Leí el otro día que las obras que mueven millones y millones en las grandes subastas son de unos 200 artistas. Nada más. 200 artistas de 1945 a esta parte no es nada. Cuando se dice que el mercado del arte mundial mueve unos 70 mil millones de dólares al año, el 95% de esa guita va a obras de esos 200 artistas vivos y muertos. El 5% restante nos lo repartimos entre todos. Por “todos” me refiero a todos los artistas del mundo que han trabajado desde 1945 al presente.
¿Pero alguien me va a decir que entre todos los millones de obras que se han hecho en los último 80 años no hay pinturicidad? ¿O escultoricidad, o performancicidad, o instalacionicidad, o lo que sea?
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, encontró un rinconcito nuevo donde echarse. En las últimas semanas fue una toalla encima de una mesa en el galpón, luego un banquito, luego una silla, ahora es otra mesa. El otro día, cuando todavía le gustaba el banquito, se quejó porque AN y yo estábamos sentados a la mesa hablando, y AN se había sentado en el dichoso banquito. Le dije a AN que se levantara e Ifi ocupó ese lugar inmediatamente, maullando enfurruñada. Ahora no importa: encontró otro lugar.
2. Hay un poema nuevo en Paseante Extranjero. Desconozco su grado de poeticidad.
3. Voy a ir al Museo Nacional de Bellas Artes, y me haré una selfi delante de cada obra. Luego imprimiré las fotos y me haré un álbum titulado “Amante del arte”.
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