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Telo: (alverre) hotel. Albergue transitorio. Plural: telos.
Telos: (griego) perfección, completitud, muerte.
(El alverre es, aviso al personal alunfárdico, una parla porteña arcaica y prácticamente en desuso, excepto casi irónicamente, que consiste, como su nombre indica, en decir las palabras al revés—como feca por café, jermu por mujer y, la que aquí viene al caso, telo por hotel.)
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Para los griegos, sólo en el telos se podía saber si un hombre había sido feliz, sólo en la muerte, viendo su vida completa. Para Roberto Calasso, es ésta una forma alambicada de decir que la felicidad no existe.
Podríamos bajarlo a tierra, a las calles de Buenos Aires, y decir que sólo en los telos, en todos a la vez, colectivamente, o sea como abstracción, haciendo un zoom sobre el mapa de la ciudad, y marcando los albergues transitorios con un puntito rojo, se puede pensar en la felicidad. Así, vista de lejos, queda claro que la felicidad es una abstracción, no particular de cada persona o pareja que ocupe una habitación de telo, sino a todas juntas: la felicidad como la suma de ilusiones o calenturas en un momento dado.
Telos, como todo el mundo aquí sabe, hay por toda la ciudad. Mejores y peores, hay de todo. Y esta idea de la felicidad, si excluimos al individuo, y la mantenemos en lo abstracto, pertenece claramente al inconsciente de la ciudad—de ahí puede infectar o no al individuo. Es un virus, como dicen algunos del lenguaje. O una enfermedad venérea.
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El inconsciente de la ciudad, el colectivo y el individual se cruzan, como en un diagrama de Venn, o se relacionan, como en un diagrama de Euler. No son lo mismo. Ni los diagramas, ni los inconscientes. El inconsciente de la ciudad incluye las calles, los edificios, las casas, los comercios, las fábricas, los bares, cafés y restaurantes, y claro, los telos y otros hoteles de menor interés. También incluye las leyes, los reglamentos de tráfico, la política y la economía.
Todos los días, en la tele, nos dicen el precio del dólar. Y esto es por la ansiedad, surgida del inconsciente de la ciudad, por lo resbaladizo de una moneda como el peso argentino. Esto tiene sentido si pensamos que no hay fuerza más potente, deseo más urgente, en el inconsciente de la ciudad de Buenos Aires que el de la estabilidad. Que nada se mueva, que nada cambie.
Por ejemplo, he oído a personas, que uno consideraría ser de la izquierda más tradicional, celebrar el Obelisco, ese monumento al falo fascista situado en la intersección de las Avenidas Corrientes, 9 de Julio y las dos diagonales del Bajo. ¿Y por qué lo celebran? Pues porque es inamovible. A nadie se le ocurriría sacarlo, moverlo, eliminarlo.
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Nunca me aficioné a los telos. Siempre fueron una especie de último recurso. Pero los entiendo y los valoro. Supongo que fueron—en épocas de menor libertad sexual—una válvula de escape sociosexual. Permiten el anonimato, con sus aparcamientos ocultos, y que no haya vecinos tomando nota de quién coge con quién y cuándo.
Imaginen que viven en un pueblo, uno de esos infiernos donde todo el mundo se entera de todo. Para mantener una relación, lícita o ilícita, pero sobre todo una ilícita, hay que haber estudiado en una academia de espías de la guerra fría. Moscow rules. En los pueblos, y en algunos edificios de la ciudad, los vecinos son la policía secreta del enemigo. (Se sabe bien que, durante la dictadura, los porteros eran delatores—-botones, o en alverre, tombos.)
En las ciudades, hay una especie de todos contra todos en el que se compite primordialmente por el espacio, por el metro cuadrado. O por el centímetro cuadrado, si uno va en un colectivo lleno. En lo demás, se es bastante libre. En los pueblos lo que cuenta es la opinión de los demás, la reputación que uno tenga. Y la memoria del pueblo suele ser larga, como demuestran los apodos de las familias.
(Bueno, el círculo social, profesional y/o religioso al que uno pertenezca en la ciudad cumple también esta función, aunque el control sea menos férreo.)
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Las camas de los telos tienen un colchón recubierto de plástico por encima del cual van las sábanas. Es una decisión telúrica, muy bajada a tierra, o sea, económica—hay que salvar el colchón de los diversos líquidos corporales del polvo y demás. Las sábanas son más baratas de reemplazar, y además, lavables.
Este plástico, por mucho y bien que lo cubra una sábana, da una superficie más dura, que cruje con el movimiento de los cuerpos. Siempre, con ese plástico, me dio la sensación de que estaba cogiendo en pañales—con una especie de abstracción rara del pañal—algo incómodo, como un prejuicio—como si una fuerza cósmica tuviera claro que tarde o temprano me cagaría o mearía encima. La cama del telo y la cama del hospital son hermanas.
Entiendo la cuestión de la higiene, y la parte económica, pero las camas de los telos me recuerdan al horóscopo: a esa vaguedad y la certeza con la que es enunciada.
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Telos: el final, la completitud, la perfección.
Los viernes, entregada la Niusléter, siento un alivio. Es algo así como si hubiera muerto en batalla y ahora pudiera observar mis restos desde lo alto. Es algo así como el alivio de quien se ha portado bien toda la vida y al final descubre que el cielo existe de verdad—lo mío es eso pero a micro escala, nano escala. Como si me hubiera ido a un micro cielo temporario.
El cielo, para este mortal con la mano agarrada a un bolígrafo, consiste en salir a caminar por la ciudad. Me paro a tomar un café. Me quejo para mis adentros de lo que hicieron con La Giralda, o con La Ópera, que al parecer ahora son de los mismos dueños. Visito las librerías de viejo en busca de alguna ganga, que normalmente encuentro. (La última fue un librito sobre Giorgione, uno de mis pintores favoritos, con láminas a color, por sólo 650p, menos de un dólar.)
Los viernes son perfectos. Los sábados, en cambio, comienza la cuenta atrás: hay que rescatar una idea, cualquier mamada, y empezar a escribir. Y esto me pesa durante toda la semana, y más conforme se acerca la hora de envío (viernes a las 11:15, hora de Buenos Aires). Es eso que los anglos llaman deadline. O sea, la línea de la muerte, o la línea muerta. El Aqueronte a cuyas orillas uno ha de acercarse, no con una moneda bajo la lengua, sino con un texto bajo el brazo.
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Los franceses llaman petite morte al orgasmo. Y es claramente un telos, una forma de la completitud, aunque rara vez lo sea de la perfección. La pequeña muerte. Cuántas no habrá habido, a lo largos de años y décadas, en los telos. El orgasmo, así en abstracto, como decíamos al principio, visto desde arriba y en el tiempo, es el micro telos de los telos.
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Hace unos meses, escribí un poema que quedó en mi cuaderno. Fue una manera de marcar el curso del río Aqueronte en el mapa de mi vida afectiva, o de darle una moneda al amor del cual trataba el poema, para que pagara al barquero que debía llevarlo al otro lado. No me parece que valga la pena publicarlo.
Ese poema es un epitafio. (Wikipedia: Un epitafio (del griego ἐπί 'encima' y τάφος 'tumba'), es el texto que honra al difunto, normalmente inscrito en una lápida o placa sobre su tumba.) Para los griegos, la única medida de la felicidad es la muerte. En otras palabras, la felicidad no existe, es algo de lo que otros pueden hablar una vez muerto el sujeto en cuestión.
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El lunes pasado me levanté con una sensación de pesadez, y lo que me pesaba es la medida de mi fracaso. Lo primero que hay que ver es que nunca fui ni narrador ni pensador. He sido poeta en el sentido amplio de la palabra—una hacedor que trabaja con el lenguaje apuntando a lo poético, sea cual sea el género o el medio que se utilice. Pero como poeta, en el sentido estricto de la palabra, el de alguien que escribe poemas, he fracasado. He tenido que recurrir a otros medios para bajar lo poético a lo material.
En la academia, en el teatro, en el arte, y ahora, en esta prosa híbrida, como del siglo XV, que es la Niusléter, es donde he ido sobreviviendo. Si el poema es una ciudad, me he pasado la vida recorriendo el desierto. Si el poema es el desierto, me he pasado la vida deambulando por diversas ciudades—la academia, el teatro, la BiPA.
Si el poema es el desierto, y el desierto (antiguamente, donde no hay gente) es donde uno se nomadiza, el siguiente aforismo, anotado el otro día en mi cuaderno mientras deambulaba por el centro, es verdad:
En el desierto, los pasos se cantan. En la ciudad, se cuentan.
Otro telos.
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La ciudad, con sus telos y demás refugios espirituales, ha sido el lugar donde he podido huir del desierto: refugiarme del sol y la claridad absoluta durante el día, y del frío espiritual y la oscuridad durante la noche; del viento del presente y de la arena en los ojos; de la intemperie brutal del lenguaje, que no perdona.
Y ha sido, está siendo, que en esta ciudad llena de telos, he llegado a encontrarme con este telos, esta visión perfecta, como desde lo alto en el campo de batalla, de la imperfección de mi visión. Siempre es demasiado tarde cuando uno por fin ve lo que ha hecho a lo largo de los años. No comparto ese optimismo cristiano de la salvación en el último momento.
El retorno al desierto, con sus demonios y espejismos, puede ser una opción. Pero para eso tendría que volver al desierto muy real, y en todos los sentidos, del que vengo, y ya no sé cómo se vuelve.
En su Fenomenología del espíritu, Hegel dice que el espíritu sale de si mismo a través de la experiencia, y cuando está a punto de ser destruido por ésta, se vuelve a encontrar, aunque ya cambiado. Es sí mismo pero ya otro, dialécticamente. ¡Nunca pensé que Hegel pudiera ser mi clavo ardiendo!
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El clavo ardiendo. Me gusta como título para una última obra de teatro. En ella, lo que se pone en escena es la ciudad con sus ríos de deseo, que desembocan en lagunas de sexo anónimo en los albergues transitorios. En esa ciudad hay un río subterráneo, un Aqueronte o un Arroyo Maldonado, que marca un telos.
Hay que iluminar esa escenografía con la luz triste de millones de pantallas, incluidas las de las paradas del Metrobús, que indican cuánto falta para que llegue el colectivo que uno espera con la moneda bajo la lengua y la tarjeta SUBE en la mano.
El vestuario es ese malestar con el que me levanté el otro día, esa sensación de fracaso. El maquillaje es todo lo que me callo, lo que no dije y lo que no voy a decir.
El telón también, cambiando una letra y eliminando una tilde, es el telos.
Yo soy el personaje que hace el papel de cada actor: al escribirlo, al oírlo hablar, sufrir, llorar y reírse. Cada actor, a su vez, hace el papel de su propio Calixto, su propia Melibea y su propia Celestina. Y en manos de cada personaje de cada actor, el filtro de Celestina se convierte en droga euforizante, y al final, en veneno.
Después, una vez caído el telón y vaciado el teatro, ya sólo queda un viejo barriendo los pasillos que llevan a camerinos. Y este viejo encuentra entre la basura una botellita que contiene un fármaco—y qué mejor fármaco que la escritura, ¿no, Thot, guía de los muertos al otro lado?
La escritura queda así como rito funerario, nocturno. Es pira de todas las vanidades que, al quemarlas, marca un círculo de luz en la noche. El poema no es otra cosa que las palabras que uno entrega al marmolero para que las talle en una lápida. El cementerio donde hay que colocar esa lápida es el telo de los telos.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, se sentó en el umbral de la puerta de mi cuarto y empezó a maullar. Le pregunté qué quería y se fue. Fui a ver qué quería y me hizo seguirla al patio. Una vez en el patio, se echó al suelo y se puso panza arriba. Había que hacerle mimos.
2. Pueden depositar sus monedas con el barquero Mercado Pago, si quieren echar una mano al cruce del río. También pueden aplaudir en el teatro de marionetas que es esta niusléter apretando el corazoncito antes de que le dé un ataque. O pueden dejar un mensaje en la botella de abajo. O pueden recomendar esta niusléter a quien quieran, como si fuese un buen telo al que ir en el barrio. O pueden escribirme. Todo vale. Gracias.
3. Ya es primavera. Llevo toda la semana con Penny Lane rebotándome en las paredes interiores del cráneo, una especie de tinnitus con la voz de Paul McCartney. Y luego me enojo porque estoy de mal humor.
4. Para esta niusléter utilicé el Diccionario del lunfardo, de Athos Espíndola. Ahí encontré esto: Pasney. Dinero, plata, guita, menega, shosha. Parece cruce de pasta: dinero, con el ingl. money, también dinero. Muy común antiguamente, se halla en desuso.