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Me ha llamado siempre la atención la cantidad de kioscos que hay por todas partes en este país. Para la gente de fuera, aviso que un kiosco es un pequeño comercio que vende golosinas, cigarrillos, bebidas, ese tipo de cosas. El kiosco es el mínimo común denominador del comercio, y probablemente el único que no requiera otro conocimiento que saber sumar y restar. Leer y escribir, en esta sociedad, se da por sentado. La mayoría de los comercios requieren algún conocimiento especializado. Si usted abre una tienda de vinos, tiene que saber algo de vinos porque le van a preguntar. Una zapatería requiere estar al tanto de la moda y de los gustos del barrio donde se encuentra esa zapatería.
No hace mucho, estábamos construyendo un micro edificio en un departamento de Almagro. Se nos quedó sin filo la sierra de la caladora y salimos a buscar otra por las varias ferreterías que hay por la zona. Tenían sierras, claro, pero ninguna del tipo que necesitábamos, simplemente porque son ferreterías de barrio y su clientela no exige tanta especialización. En una de las ferreterías nos quedamos de piedra: el tipo ni siquiera sabía que había distintos tipos de sierra. Que no lo sepan en el kiosco de aquí al lado, me parece normal, o en una zapatería, o si se le pregunta a cualquier persona por la calle. ¿Pero en una ferretería?
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No compro más plumas porque son caras y no tengo dinero para eso. Pero cuando tengo alguna duda, o alguna pluma que requiera algo más que el servicio que yo le pueda dar, o incluso alguna reparación importante, siempre elijo el mismo sitio para llevarla. En Buenos Aires hay cuatro o cinco lugares que reparan plumas. Yo voy a uno de Avenida de Mayo donde la señora que atiende tiene la peor onda del mundo, pero siempre responde con claridad y sin mentir. Las plumas que le he llevado siempre han vuelto a mis manos en un estado impecable, como si fueran nuevas.
Si voy a un comercio, lo último que quiero es explicarles cómo funciona esto o aquello. Eso me lo tienen que contar ellos a mí. A lo mejor es una cuestión de carácter o de curiosidad, y debería también considerarse una cuestión de dinero: uno debe saber lo más posible acerca de lo que vende. Empecé a trabajar en las tiendas de mi padre a los 12 años. Vendíamos artesanías mexicanas en la frontera entre México y Estados Unidos. Trabajé ahí todos los veranos de mi adolescencia, y muy pronto supe todo lo que podía saber (sin ser artesano) de lo que vendíamos, fuera cerámica, cuero, plata o textil. Me parecía fundamental poder responder a cualquier pregunta o duda sin tener que ir a preguntarle a mi padre. Si no sabía algo, me lo anotaba y lo averiguaba. Internet no había, claro.
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Me molesta muchísimo cuando en algún comercio mienten para vender más. Me molestaba como vendedor, y me molesta como cliente. En Buenos Aires me han llegado a decir que lo que busco no existe. Pocas cosas me producen tanto placer como sacar el objeto ya gastado que quiero reponer y mostrárselo. Se quedan un poco como Borges con ese objeto al final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Y si hay testigos, mejor.
Hace muchos años, en una librería de Madrid, el vendedor no sólo le mintió a mi amiga acerca de una edición que ella buscaba, sino que al oír su acento norteamericano habrá pensado que podía “educarla”. Me produjo un placer muy grande intervenir y “educarlo” yo a él acerca del autor y las distintas ediciones de ese libro. Había que humillarlo. Por mamón.
Esto es algo que ni de broma me atrevería a hacer en la ferretería a la que vamos habitualmente, a dos cuadras del IF. Primero porque saben un montón, y segundo porque si no lo saben lo averiguan. Me gusta ir cuando no hay gente, y así, como no tienen prisa por despachar, puedo quedarme preguntando cosas. El dueño me ha resuelto dudas con la mayor paciencia del mundo.
En el kiosco, lo único que hay que saber es el precio de las cosas.
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Me encanta que haya muchos tipos de kiosco. Aunque en realidad todos venden más o menos lo mismo, y lo que cambia es el tamaño. Hay kioscos, maxikioscos, minikioscos y una vez, en Once, vi uno que se autopercibía microkiosco. Supongo que si uno pone una manta con alfajores a la salida del subte, eso podría ser un nanokiosco. En Riobamba y Sarmiento (creo), hay uno que al parecer se especializa en panchos y el cartel pone panchikiosco.
(Aquí va mi etimología imaginaria de la palabra pancho. Hay muchos tipos de salchichas alemanas, y muchas llevan el nombre de su lugar de origen, como las salchichas de Viena, o las de Frankfurt. En Estados Unidos a los panchos los llaman hot dogs, y también frankfurters. Y como lo acortan todo al hablar, muchas veces los llaman franks. Frank es Francisco, y si lo acortamos es Pancho. Voilà!)
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Para mí, viviendo tantos años en España, un kiosco era un puesto de venta de periódicos y revistas. Aquí nunca me acuerdo de cómo los llaman, yo digo “kiosco de prensa” y me entienden. Están en vías de extinción. En la calle Florida hay un montón, pero muchos sólo parece que venden periódicos. En realidad son cuevas, lugares donde cambiar moneda extranjera en el mercado negro.
(La prensa está en vías de extinción no porque nadie compre ya periódicos, sino porque a nadie le interesa leer lo que publican. Es como si se hubieran olvidado de las lecciones comerciales del pasado. Si la era de internet, a la que atribuyen sus pérdidas, fuera tan distinta de la del papel, ya habrían desaparecido todos. Hace poco menos de un siglo, la gente compraba El Mundo por los artículos diarios de Roberto Arlt. En los 90, yo compraba El País, o por lo menos lo leía en el bar, por los artículos de Joaquín Vidal, el cronista de toros cuya prosa es la mejor que he leído, y eso incluye a cualquier gran escritor en lengua española que ustedes quieran nombrar. Durante el Tour de Francia leía también los de Carlos Arribas.)
(No sé cómo será ahora porque no leo nada, pero hace muchos años que vengo diciendo esto de publicar cosas que a la gente le apetezca leer. Lo de las noticias es secundario, terciario, aburrido. Y si a alguien le interesa, se entera por otros medios, que para eso lleva un teléfono en el bolsillo.)
A mediados de los 80, en Barcelona, me compraba un paquete de Ducados y una cerveza de litro, una Xibeca, y me iba a un kiosco de la Rambla a leer comics. Esto ya tarde por la noche. En esa época, la gente escampaba de las Ramblas en cuanto caía el sol, y no había nadie, aunque los kioscos seguían abiertos toda la noche. Compartía la birra y el tabaco con el kiosquero y él me dejaba quedarme todo el rato que quisiera.
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Con la subida del precio del tabaco, se puso de moda liar los propios cigarrillos. (Siempre que oigo hablar de la salud, pienso, ¿y qué nueva medida van a tomar ahora para joder a los pobres?) Muchos kioscos venden cigarrillos ya liados de fábrica, y también tabaco y papel por si uno quiere liárselos. En el centro de San Martín, hay uno que hizo tan buen negocio con el tabaco que eliminaron la parte kiosquil y dejaron sólo la tabaquería. Ahora venden todo lo que un fumador empedernido como yo podría empezar a llegar a desear, y mucho más. Y saben lo que venden.
Conocen las cualidades de los distintos papeles y las virtudes y defectos de las maquinillas de liar, cosa que a mí me viene bien porque nunca he querido aprender a liar cigarrillos. Conocen los tabacos que venden, desde el más caro al más cutre, que es lo que yo compro. Me parece espectacular que sepan la diferencia entre dos tabacos baratos, no sólo entre uno caro y uno barato.
Esta gente, buenos comerciantes, ahora tiene tres kioscos. Bueno, dos y la tabaquería. Tienen los mejores precios, la variedad más amplia y saben lo que venden, se esmeran. No están esperando sólo a que aparezca el cliente que compre lo que podría comprar en el kiosco de la otra cuadra.
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Mi tía abuela Tere, hermana de la Ruquita de Hierro, la Yaya, mi abuela anarquista, era la peor comerciante del universo. Del pluriverso. Se enojaba muchísimo cuando la clientela, por mirar, le desacomodaba la mercancía. Si se enojaba lo suficiente, era capaz de sacar a empujones al cliente a la calle. Los vendedores se echaban las manos a la cabeza, se quejaban con mi padre, con mi madre, conmigo. Nosotros hablábamos con Tere, pero no había manera. Hasta la Yaya, que era la que financiaba todas las aventuras comerciales de la familia, llegó a amenazarla con quitarle la tienda. Al final se la quitó, pero fue por otras razones.
Hace tres semanas, fui a otro kiosco de San Martín, uno donde había visto que vendían gafas baratas para leer. Tenían un muestrario con una especie de candado que evita que la gente se lleve las gafas puestas sin pagar. Le pregunté a la tía Tere de ellos si me las podía probar, ya que no sabía si las necesitaba del 2,25 o del 2,50. Es muy probable que si le hubiera preguntado si me dejaba mear en el local, no hubiera puesto tan mala cara. No quería vender, o molestarse en sacar el candado, pero me quedé ahí mirándola a la cara, y al final me dijo que la siguiera al fondo del comercio. El día anterior se me habían roto las gafas y estaba dispuesto a arrostrar cualquier peligro para conseguir unas nuevas. En el fondo, sacó una caja donde tenía muchas gafas, todas del modelo que yo quería, con distintas dioptrías. Elegí las que me iban mejor, le pagué y cuando me trajo el cambio, le dije: ¿Ve qué fácil?
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Con los kioscos, que hay en todas partes, pasa que cuando te urge encontrar uno, no hay. O no tienen lo que buscas. ¿A quién no le ha pasado que se queda sin crédito en la SUBE en una zona donde todos los kioscos exhiben ese cartel ya clásico: NO CARGO SUBE? Ocurre lo mismo con las recargas del teléfono. O cuelgan permanentemente ese otro bello objeto literario: NO TENGO SISTEMA.
Cuando he preguntado, me han dicho que es demasiada molestia, o que no ganan suficiente dinero con las recargas. Mi humilde opinión de ex comerciante es que las recargas no son para ganar dinero, sino para atraer público. Recargo la SUBE y a lo mejor compro otra cosa. O me acostumbro a ir a ese kiosco y no al de enfrente.
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En un kiosco de La Paternal, hace unos meses, fui a comprar una birra y resultó una de las operaciones comerciales más difíciles de mi vida. Habían dejado al abuelo al frente del comercio, y el pobre hombre no sólo no tenía idea de lo que había que hacer, sino que además no oía y apenas veía. Era un kiosco de ventana, de esos a los que no se puede entrar. Primero tuve que dirigirlo a la heladera correcta, y luego, dirigirlo cartesianamente (segundo estante desde arriba, tercera lata por la derecha) a la lata que quería comprar. Después, encontró que el cartelito con el precio carecía de interés y fue a buscar a una señora, que fue a buscar a otra, para averiguar el precio de la cerveza. La operación, harto conocida por estas latitudes, de entregar un billete y recibir el cambio correspondiente, fue igual de árdua. Fitzcarraldo sufrió menos para llevar la ópera a Iquitos.
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Los kioscos me interesan porque me interesa el comercio. El comercio determina qué funciona y qué no, y también, qué se sabe y qué no. Ha sido así desde antes de la primera Ruta de la Seda. Por ejemplo, puede que en un lugar no se sepa usar cierta herramienta porque no se importa, o nadie se ha interesado en pueda copiarla. Aunque a veces lo de si funciona o no también se falsea. Pasó con los sistemas de video en los 80, entre el VHS y el Beta, que era mejor pero fracasó; o con Microsoft y Apple en los 90. Claramente el Beta y el Mac eran mejores, pero los otros supieron llegar mejor al mercado, no se pusieron gilipollas con las patentes y ganaron. Luego, Apple le dio la vuelta a la cosa con el iPhone, pero aún así sigue habiendo muchos más teléfonos Android—que yo prefiero porque tienen menos limitaciones y porque mi estatus social me la suda.
En los kioscos se puede ver mucho de cómo le está yendo al país. La proliferación de harinas y azúcares apunta a la grave crisis alimentaria que estamos atravesando y de la que nadie que hablar. Lo mismo se ve a mayor escala si uno va a cualquier supermercado: las harinas, los azúcares y los alcoholes ocupan la mayor parte de la superficie, mientras que las proteínas y las vitaminas resultan casi testimoniales
En algunas zonas pasa que no hay supermercados, ni almacenes ni nada, sólo algún kiosco perdido que vive de del ABC del comercio kiósquico: alfajores, birra y cigarrillos. Durante la cuarentena, el kiosco de aquí al lado (esta es una zona industrial, por lo que no hay gran cosa), se convirtió en un mini almacén. Creo que de ahí aprendieron a ser mejores comerciantes, y en sus estanterías siempre están apareciendo nuevos productos.
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En Argentina se dice que alguien tiene un kiosco cuando ha encontrado un nicho de mercado, aunque sea el mercado de las ideas o de las pulgas. Está el que vende lo “sustentable”, o lo ecológico, o lo que sea. Pick your poison. La BiPA, claramente, es mi kiosco. Y estoy haciendo lo posible porque se asemeje lo más posible a un kiosco, o al menos a uno de prensa.
Estoy con la idea de reconstruir el carro. Quiero que en él quepa todo, y eso significa que ha de ser desplegable. Tienen que caber los 397 libros de basura, todas las ediciones, las placas y el Registro, además de las herramientas, los papeles, los pegamentos, los tornillos y la fotocopiadora. No sólo debe servir como espacio de exhibición, sino que no se puede abandonar la función de taller que ha tenido en los últimos años. Debe quedar todo compacto y portátil, mis dos grandes obsesiones nomádicas. Los materiales deben ser accesibles con facilidad, para que no haya que sacar mil cosas para llegar a la que uno busca.
Me estoy dando 5 años para terminar los libros, que son lentos, y durante ese tiempo estaré retocando el carro hasta que quede como quiero: perfecto. Y entonces, habrá que venderlo.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, ha estado muy cariñosa estos días. Me sigue a todas partes, siempre tiene que estar cerca. Pero no estaba comiendo nada. Así que ayer le cambié la comida, comió un montón y salió corriendo al patio. No la vi en toda la tarde.
2. Quiero dar la bienvenida (escribí “bienvendida”) a esta Niusléter a las personas que se anotaron en el librito que dejé para eso en la muestra Goliat Persiste, en Pasaje 17. Apenas recuperé los libros hace un par de días, así que no las había podido anotar.
3. Esta semana, habia escrito otra niusléter, pero como me pasa a menudo, me dio por no enviarla. Le falla el tono. Pero sí que tiene un par de cosas que me parece que vale la pena decir, o contar. Así que la reescribiré e intentaré que salga el viernes que viene.
4. Como siempre, para echar una mano a la Niusléter, vayan a Mercado Pago y suscríbanse por unos meros 300p al mes. Muy fácil.