Hace mil años mi madre me contó que cuando pisó México por primera vez, a finales de 1963, se sintió incapaz de comer nada, todo le parecía extraño, sentía náuseas. Lo que no dijo entonces, pero yo entendí, es que no sólo era la extrañeza de la nueva comida, es que estaba embarazada. (Según mis cálculos, fui concebido a principios de octubre de 1963 en el Hotel Rialto de Barcelona. Le pregunté a mi madre si esto había sido así, y por respuesta sólo se puso colorada, diciendo que estas cosas no se preguntan.) A esa joven madre expectante (tenía 22 años) le regalaron un libro de cocina mexicana, uno de los primeros de su especie. Ahora lo tengo yo. Me lo regaló en uno de mis viajes a Juárez en algún momento de los 90.
Cuando yo era chico, la comida mexicana no se valoraba gran cosa. Y no sólo es porque viviera en una casa catalana, inmigrante, con sus propias costumbres. Es que era lo normal, lo de diario, no como la comida industrializada norteamericana, tan colorida en sus paquetes, tan automática e instantánea—tan moderna y vanguardista. Eso era lo que tenía prestigio entre la clase media, al menos la que vivía en la Frontera. Todo esto cambió en los años 90. En esa época se empezó a revalorizar las comidas nacionales y regionales de buena parte del mundo, hubo un nuevo orgullo en “lo nuestro”. Lo pongo entre comillas, no por ironía, sino porque rara vez las comidas de un sitio son enteramente de ahí.
Por ejemplo, la comida mexicana es un cruce de caminos y culturas, desde las precolombinas, pasando por las españolas y con influencia de las asiáticas. El Galeón de Filipinas, cargado de especies y muchas cosas más, anclaba en Acapulco, y el material luego atravesaba México por tierra hasta Veracruz, donde se cargaba en otro barco, camino de Europa. Había diversidad en las comidas antes de que llegaran los españoles, y la hubo todavía más después. En España hay una gran diversidad aún hoy, por muchos intentos, borbónicos o franquistas, de unificar el país y la cultura. Pero es que para el siglo XVI, la comida española venía tocada por su contacto con otras culturas: la árabe, claramente, pero también la italiana, por la enorme influencia cultural que tenían los territorios italianos de entonces (véase la importación del soneto a la poesía española), sino porque los españoles tenían territorios en Italia y estaban metidos en las incesantes guerras que había en esa península. Luego estaba la influencia francesa, que entraba por el Camino de Santiago. Sobre la influencia árabe hay mucho que decir. El Islam parece monolítico, pero sus territorios son de una gran diversidad también: geográfica, climática y cultural. Además, los musulmanes, fueran árabes, turcos o de otra etnia, dominaban las rutas comerciales entre Oriente y el Mediterráneo, tenían acceso a un montón de ideas, sabores y técnicas que los europeos apenas podían empezar a soñar. O mejor dicho, esos sueños desembocaron en América. Y también estaba la influencia judía, aunque se hubiera expulsado a los judíos a finales del siglo XV.
Al menos en cuanto a comida, España en el siglo XVI ya era un cruce de caminos. México fue otro. Es otro. A las influencias ya dichas, hay que añadir la francesa en el siglo XIX, la china (no sólo porque hubiera inmigración china al centro del país, sino porque también venía del norte, de los chinos que habían sido importados a EEUU, casi como esclavos, para la construcción del ferrocarril, y luego fueron bajando hacia México). También hay que sumar la sirio-libanesa de una fuerte inmigración en los años sesenta del siglo pasado; la norteamericana, que se inserta en todas partes; y la caribeña. Lo que tiene la cocina mexicana—y esto me parece extraordinario—es una especie de método, consciente o inconsciente, que sirve para incorporar influencias o elementos del exterior, mexicanizándolos, renovándolos de una manera particular y propia. La cultura japonesa tiene métodos similares. Después de los 90, con la revalorización de las maneras de cocinar y de comer mexicanas, surgieron chefs que se pusieron a explorar no sólo los orígenes, sino también posibles futuros, otros futuros, varios futuros. Ese cruce de caminos es de lo más complejo y diverso que puede haber.
De esto ya sólo tuve experiencia como turista. Para cuando llegó la revalorización, yo ya me había ido, primero a Estados Unidos y después a Europa. Pero quizá fue esa distancia lo que me permitió ver el cambio, o no sentirlo como una moda, o incluso como algo normal. En mis sucesivos viajes, durante los noventa fui viendo los cambios. La gente hablaba de cocina con entusiasmo. Se hablaba de los distintos alcoholes—tequila, mezcal, sotol, pulque, etc.—con todavía más entusiasmo. Había libros y revistas dedicados al tema, programas de televisión. Era como si el mundo, al menos el mexicano, hubiera despertado a una nueva realidad.
En el Sanborn’s de Juárez encontré un libro que se titulaba algo así como La cocina del cine mexicano. De ahí saqué una receta para mole rojo bastante asequible para un cocinero mediocre como yo. Mediocre, pero entusiasta. Hice una excursión a Casa Mora, una tienda que estaba cerca del Mercado Cuauhtémoc, en el centro, donde vendían chiles de todas clases, secos, frescos y en escabeche, especies de todas clases, vendían los ingredientes mexicanos que no se encontraban en ninguna otra parte de la ciudad. Me llevó como cuatro horas preparar aquel mole, desde cero, desde los ingredientes, no desde un frasco. Cualquiera puede hacer un mole de frasco. Me llevó cuatro horas en una cocina moderna, con gas y electricidad; imaginen lo que eso ha de haber costado en una cocina del siglo XVII.
En el México del siglo XVII, había muchos conventos. Estos fueron los espacios donde se creó la cocina mexicana, mestiza, cruce de caminos, ahora considerada tradicional. Ahí se encuentran las ideas y los ingredientes de las cocinas precolombinas, españolas y orientales, cada una ya con su complejidad y su diversidad, cada una ya un cruce de caminos. Las monjas de clase alta podían tener sirvientas. Las grandes cocinas antiguas eran una operaciones importantes, con mucho trabajo, muchas tareas pesadas. Había que meter leña, encender el fuego y mantenerlo a cierto nivel. Había que matar, pelar, limpiar los animales. Había que limpiar las frutas y verduras, prepararlas para distintos usos. Había que moler chiles, especies y semillas. Y luego había que cocinar. (Si tuviera que hacer todo eso para comer, hoy, comería siempre afuera, o de delivery.) Luego estaban los distintos métodos, pre-eléctricos, de conservación de la comida. En aquellos conventos se cocinó mucho y se experimentó mucho. De esa élite encerrada en sí misma, salió hacia las cocinas del resto de la población una nueva manera de cocinar y de comer. De ahí surgió la cocina popular.
(Las élites siempre exportan su comida a las otras clases. Es en las últimas décadas que se ha empezado a ver una influencia en la otra dirección, desde lo popular hacia lo elitista. Tiene que ver con ese redescubrimiento de la comida no industrial que se dio en los 90.)
(Una historia fascinante es la de la cocina francesa. Hasta la Revolución, hubo una división muy clara entre lo que se preparaba en las cocinas de la aristocracia y lo que se hacía en las del pueblo. Pero claro, la aristocracia fue decapitada, diezmada. (He oído que sin cabeza es más difícil ser un gourmand.) Los cocineros de esas casas y castillos se quedaron sin laburo. Emigraron a pueblos y ciudades, donde establecieron restaurantes y tabernas. Es así como la cocina de las élites llegó al pueblo. Luego se naturalizó, se convirtió en algo normal. Y después, gracias al prestigio que la cultura francesa, adquirió en el siglo XIX, esa cocina se exportó al resto del mundo como la mejor, la más elaborada, la más prestigiosa.)
(De recién llegado a Argentina, me invitaron un domingo a comer en una casa de clase media porteña. Me quedé de piedra: todo era afrancesado, cocinado en mantequilla. (Lo que en todo el mundo hispano se conoce como “mantequilla” se llama manteca en Argentina—pero en México y en muchas partes, la manteca es grasa animal, de cerdo o de vaca.) Y luego descubrí por qué: el recetario de Doña Petrona, el libro de cocina nacional argentino, es una traslación de las ideas francesas a la realidad de este país. Eso era lo que tenía prestigio, era así como había que cocinar. Pero no hay que quejarse: toda la movida vegetariana y vegana viene de la otra cultura de prestigio, la anglosajona, en su versión New Age, y se importa como si fuera la verdad absoluta.)
(Y ya que estamos, hay que decir que la alta cocina occidental actual parte toda de la cocina francesa, de sus actitudes e ideas. La idea misma de una alta cocina es francesa. La revalorización de las cocinas nacionales y regionales, hace un cuarto de siglo, pasó precisamente por este afrancesamiento, que llega a muchos lugares por medio del afrancesamiento de la alta cocina norteamericana, la cultura de prestigio que sucedió a la francesa. ¿Cómo revalorizamos lo popular? Lo pasamos por un tamiz elitista, lo limpiamos, se lo quitamos a la gente y se lo devolvemos más bonito y más caro, a veces mejor pero no siempre.)
(Yo he sido más amigo de cocinar a lo pobre, con lo que haya. Siempre busqué, por donde he viajado y he vivido, lo que se comía ahí, lo que comía la gente, lo tradicional y popular. Digo cocinar a lo pobre, pero ahí no hay pobreza. Al menos no una pobreza espiritual. Hay imaginación en el uso de ingredientes de peor calidad, o menos deseados por las clases altas. Hay imaginación en los procesos. Y esa imaginación se ha ido refinando, con el tiempo, en las casas, en lo cotidiano, en lo individual y en lo colectivo.)
(Cuando estuve en Jujuy, hace años, pregunté en un restaurante qué se comía ahí. Me recitaron los platos típicos de la comida porteña. Parecían incapaces de imaginar que un tipo que claramente venía de la capital quisiera comer otra cosa. Hubo que negociar. La camarera hizo varios viajes entre la cocina y mi mesa, haciendo de mensajera entre lo que uno deseaba y el otro podía proveer. Al final comí llama, pero no estaba buena, probablemente mal descongelada y cocinada sin alegría, o quizá quedó así por falta de práctica. Me dejó un poco triste esta falta de entusiasmo por la comida del lugar. A lo mejor si voy ahora, la cosa será distinta. Habrá que probar.)
De vuelta en Valencia con aquel libro de cocina mexicana que le regalaron a mi madre antes de que yo naciera, y que ella me regaló a mí cuando vio que me interesaba todo esto de la cocina, o del comer, decidí preparar la receta más complicada y difícil que pudiera encontrar en él. Uno de los problemas principales, claro, es que no se encontraban en España, por aquel entonces, los ingredientes necesarios para una cocina auténtica o típicamente mexicana. Terminé preparando un plato más bien español pero absolutamente mexicano, surgido de aquel cruce de caminos que fueron los conventos del siglo XVII, algo espectacularmente barroco.
Tuve que ir a mi verdulero habitual en el Mercado Central para que me llevara a una pollería de su confianza, una en la que me pudieran conseguir las codornices que la receta pedía. Las pedí el martes para que me las tuvieran el viernes, y tuve que dejar un dinero por adelantado, por si luego las traían y yo me hacía el boludo y no iba a buscarlas. Fui con el verdulero precisamente para que vieran que yo era de confianza, que no los iba a dejar en la estacada con un montón de codornices que luego no iban a poder vender.
Encontrar las especies no fue difícil. Con la excepción de los chiles, no eran mexicanas, sino orientales y locales, y claro, ese mercado ha sido global desde la Edad Media (o al menos del globo que se conocía, o del que se tenía noticia, en el Viejo Mundo, desde China hasta Portugal y el norte de África). Me llevó como seis horas cocinar aquel plato. Para cuando me senté a la mesa con Carmen y nuestros amigos, estaba agotado. Pero no hundido. De todo lo que he cocinado, que tampoco es tanto, éste ha sido uno de mis logros/hallazgos/encuentros favoritos. Nunca lo repetí. (Más abajo copio la receta.)
(Encuentro que las recetas son una especie de poemas conceptuales dirigidos más a los sentidos que al intelecto. Bueno, el arte conceptual se compone mayormente de recetas y procesos, ¿no?)
Quizá lo que más me interesa de la cocina es la historia de los ingredientes y de los procesos, la historia de los flujos de ideas y materiales por el mundo. No hay nada que me interese menos que la pureza, sea cultural o personal. La cocina es parte fundamental de una cultura, y en ella se ve cómo el clima, la geografía, el comercio, las guerras y los viajes han afectado a esa cultura, y cómo ésta ha afectado a otras. Ayer empecé a leer una historia de los textiles con ánimo similar. Tendría que encontrar otra de las cerámicas.
CODORNICES RELLENAS DE MORELOS
12 codornices
100 gramos de jamón
100 gramos de hígado de cabrito o de ternera
100 gramos de requesón
100 gramos de acelgas
1 jitomate grande
2 cebollas grandes
2 chiles anchos enteros
100 gramos de piñones tostados
4 huevos
pimienta, clavo, canela y sal al gusto
orégano, tomillo y perejil al gusto
azúcar, vinagre, manteca y aceite
pan molido y pan duro para remojar
Después de desplumadas las codornices, se enjuagan bien y se limpian sus intestinos, quitándoles la hiel y las partes sucias. Se pican esas menudencias con el jamón, el hígado, las acelgas cocinadas y el requesón; se les espolvorea sal, pimienta, clavo y canela, todo molido y bien mezclado.
Se pone una cazuela en la lumbre con manteca, en la cual se fríe el jitomate maduro, asado y bien molido; se echa allí el picadillo anterior, agregándole vinagre aguado y un terrón de azúcar o una cucharada. Se dejará consumir el caldo regularmente.
Mientras tanto, las codornices se habrán cocido en agua con sal, y ahora se les rellenará con el anterior condimento cosiendo bien sus aberturas para que no se vacíen. Se ponen en una cazuela con agua que las cubra, y se les agregará sal, los chiles anchos enteros, una cebolla rebanada, un poco de orégano y tomillo y se pondrán a cocer, dejando que el caldo se consuma, hasta que solamente quede la grasa. Se revolcarán en pan rallado y se dorarán en grasa de la cazuela, para servirlas con la siguiente
Salsa:
Se pone en una cazuela una parte de manteca y otra de aceite, y en ello se freirán los piñones tostados, con un poco de perejil, las yemas de los huevos duros, la cebolla picada muy fina, un pedazo de pan remojado en vinagre y sal suficiente. Se le agregará después la grasa en la que se frieron las codornices, con un poco de agua, y cuando haya sazonado se vierte esta salsa sobre las aves y se sirven.
OTRO PARÉNTESIS
(No hace mucho leí un artículo que alegaba que Gutenberg no fue el verdadero inventor de la imprenta de tipos móviles, que fueron los chinos y los coreanos. Pero ni chinos ni coreanos pudieron con el problema técnico de la infinidad de caracteres que hacen su escritura. Luego los chinos entraron en una grave crisis económica y abandonaron el proyecto. Los coreanos limitaron los libros que hicieron con este tipo de proceso a sus élites cortesanas. El artículo daba la sensación de buscar una suerte de pureza en la invención de ese método de impresión. La verdad es que lo de los chinos y los coreanos quedó en nada, mientras que lo de Gutenberg cambió el mundo, principalmente porque en su territorio se dieron las condiciones técnicas del lenguaje, la metalurgia, el comercio y el transporte necesarias como para que se popularizaran los libros impresos. Y no sólo eso, los libros llegaron a gente de todas las clases, y mucha gente aprendió a leer para poder usarlos. La revolución protestante del siglo XVI no se hubiera dado si Lutero no hubiera traducido la Biblia al alemán, dándosela luego a la imprenta para que la sacara masivamente. Aquí no hay pureza alguna: hay circunstancias y cruces técnicos, estéticos, morales y comerciales. La atribución a Gutenberg no puede ser la de un origen, sino la de un principio. El principio de algo que luego tuvo efectos inmensos sobre la realidad. La distinción entre origen y principio me parece de enorme importancia. Se espera de los orígenes que sean puros, inmaculados, de la nada; mientras que los principios son todo lo contrario, mezcla de muchas cosas, técnicas, ideas y circunstancias. El principio no marca un origen, marca un punto de partida de una nueva realidad, que no deja, en sí misma de ser impura, llena de vestigios del pasado, de tradiciones mantenidas o incluso recauchutadas.)
RECOMENDACIÓN MUSICAL DE LA SEMANA
Si hubiera sabido la semana pasada lo que iba a escribir hoy, me hubiera reservado aquella recomendación para hacerla ahora. Pero tengo otra buena, aunque es muy probable que la conozcan bien.
Una noche del otoño boreal de 1986 andaba yo con un par de amigos dando vueltas en el auto por Barcelona. Había birra y hachís. No era tarde pero las calles estaban desiertas. Por aquella época, la gente no deambulaba de noche por las calles del centro, y menos las del casco antiguo. Había miedo. Inseguridad. Esas cosas.
En Plaza Cataluña, pasamos por delante del edificio de la Telefónica. Alguien había pintado las siglas FAI (Frente Anarquista Ibérico) junto al logo de la empresa. En 1937, la batalla final de la guerra civil dentro de la Guerra Civil, entre comunistas y anarquistas tuvo lugar ahí. Mi abuelo paterno, anarquista, estuvo allí. Bajé del coche y uno de mis amigos me hizo una foto junto al logo y las siglas. Ya no la tengo. Cuando volví a México se la di a mi abuela. Esto suscitó lágrimas, lamentaciones, imprecaciones (mi abuela anarquista siempre odió a los comunistas).
De vuelta en el auto, yo atrás, mis amigos delante, uno puso un cassette de Coltrane, y de los parlantes surgió lo que para mí fue una revelación. Llevaba algunos años escuchando jazz, pero aquello fue lo que me hizo entender lo que el jazz era, lo que hacía, sus posibilidades.
Muchos años después, Quico Cadaval le pasó un manuscrito mío a un amigo suyo saxofonista de jazz. Un día, de visita en Santiago, me encontré al saxofonista y fuimos a tomar un café. Me dijo que tenía una copia de mi poema y que le había interesado mucho que funcionaba como lo que Coltrane y Miles y muchos otros habían estado explorando a finales de los 50 y principios de los 60. Me puso muy contento que lo hubiera captado. Me llevó once años procesar aquella canción escuchada por primera vez en un auto dando vueltas por una ciudad desierta de noche. Es una de mis piezas favoritas de todos los tiempos: My Favorite Things.
(El piano de McCoy Tyner, aquí, es algo a lo que vuelvo siempre, como si me sirviera para rconfigurar el sistema cuando hace falta.)
NOTICIAS
1. El viernes pasado, mientras preparaba el envío de esta hoja parroquial, oí maullar débilmente a Ifi, la gata del IF. Salí al patio y la encontré en el techo. No sabía cómo bajar. Fui a buscar una escalera. Subí hasta el borde del techo de chapa, con las ramas de un árbol por el medio. La llamé, vino, la agarré del cogote para bajarla, y casi nos vamos al carajo. Entre la escalera que se tambaleaba e Ifi que llena de pánico se había agarrado a una rama, pensé que alguien, o sea yo, se iba a romper algo. Pero logré bajarla. Un buen drama. Luego, tres días después, lo mismo. Pero cuando vio que yo venía a salvarla, decidió encontrar su propio camino y bajar por su cuenta. No ha vuelto a ocurrir más.
2. Ayer me aplicaron la segunda dosis de la vacuna china. 17 horas después, cero síntomas, cero efectos secundarios.
3. Esto no es noticia para quien haya venido a alguna de las Sesiones abiertas del IF: siempre damos de comer. Gratis. Esto no sólo nos parece obligatorio por cuestiones de hospitalidad, sino porque sirve para abrir conversaciones, algo fundamental y fundacional para nosotros. (Eso sí: que cada quien traiga la bebida que prefiera.)
4. Hay un nuevo poema, basado en la famosa fábula de Esopo, la de la liebre y la tortuga. No es un poema de pandemia, pero quizá sí que tenga algo que ver con la vacuna, ya que eso me anduvo acechando toda la semana.