1
Volvía en el subte, y volví a leer un poema de August Kleinzahler que había leído por la mañana, “Back”. Un poema sobre el retorno a casa después de mucho tiempo. Traduzco rápidamente la última estrofa:
He estado fuera mucho tiempo, olvidado lo quieto que puede parecer. No hay Penelope, ni el buen ciego de Argos hostigado por las pulgas. No hay pretendientes que matar. Lleva muchísimo tiempo: los libros y los armarios y las plantas de exterior encuentran maneras de entrar en la cabeza de uno, dónde y en qué orden. Fuera tanto tiempo, soy otro del que fui, y tengo que aprender otra vez simplemente cómo estar aquí, como si volviera a tocar el piano tras cuántos años.
Esta siempre ha sido una de mis sensaciones favoritas. Pasa también cuando uno relee un poema días después, meses, años. Esa sensación de que sí, todo está más o menos donde estaba, pero no exactamente. Y la de tener que ajustarse, o acostumbrarse a las costumbres que uno tenía antes de irse, da la sensación de que uno en efecto es uno. O de que uno puede salir de sí mismo y reencontrarse de nuevo aunque haya cambiado.
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Dije que volvía en el subte. Saqué el libro de la mochila, busqué el poema, empecé a leer. Traduzco una estrofa de la mitad del poema:
Y si una mujer, bella, seguramente, por lo menos, distante, vanidosa. Pero de forma ingenua, adorable. Con tirantes finos y lo demás. Y vaga. De manera ceremonial. Estúpida quizá. Prejuiciosa, claro. Pero bien vestida y acostumbrada a tantas de las comodidades que escapar de su atmósfera requiere verdadero dolor.
Yo iba sentado, levanté la vista, y justo estaba esa muchacha delante de mí. Vestida muy a la moda, pelo largo lacio, anillo en la nariz. De repente sentí que estaba adentro del poema. Te leo, Kleinzahler, y tus imágenes aparecen encarnadas delante de mí. Luego, el tipo que iba a mi lado, bajó en la estación Gardel, y ella se sentó. Pude ver que la tela de sus pantalones a la moda era de mala calidad, que el bolso era de imitación de algo, sin saber de qué, y el calzado era barato. El poeta propone y la realidad dispone de garrafón.
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Y pensé que volver en parte también es encontrarse con algo de peor calidad de lo que uno imaginó durante todo el tiempo que estuvo fuera. Tiene que ver con el signo de los tiempos, la preferencia por las apariencias rápidas, la producción de mala calidad, las telas, los autos, los objetos de la vida cotidiana. Y tiene que ver con la distancia entre el recuerdo y lo recordado. Porque lo recordado implica también cómo se vivió con esos objetos con los que hay que aprender a vivir de nuevo.
En otra época, cuando volvía a casa de mis padres, tras meses o años de estar lejos, siempre había algo distinto. No en la decoración, que podía seguir igual, era más una sensación, quizá la luz por esa época del año, algo que hubiera olvidado. Y luego no me costaba nada acostumbrarme de nuevo a las costumbres de la casa. Me he mudado muchas veces, y pronto aprendí que no sólo tiene uno que acostumbrarse a la nueva casa, sino que la casa se tiene que acostumbrar a uno también. Al volver a casa de mis padres, sentía que la casa me recibía con cierta cautela, como a un viejo conocido del que no se recuerda el nombre, hasta que se acordaba de mí y los dos nos acomodábamos en las antiguas rutinas, las viejas maneras de estar.
4
“Volver”, la canción de Carlos Gardel, siempre me pareció una buena versión de esta sensación, aunque pasada de sentimentalismo. O a lo mejor el sentimentalismo está más en la música. Porque lo que hay en estos versos es más la esperanza de que el tiempo no ha roto lo que hubo:
Volver con la frente marchita las nieves del tiempo platearon mi sien Sentir que es un soplo la vida que veinte años no es nada que febril la mirada errante en las sombras te busca y te nombra
El paso del tiempo. El amor perdido, o el lugar perdido. Había oído la canción, claro. Pero la primera vez que la oí en Buenos Aires pensé que no se trataba de volver a esta ciudad, que era una canción para inmigrantes nostálgicos, lo que encaja a la perfección con la época en que se popularizó. Y está la esperanza de encontrar lo perdido, y de que lo perdido siga igual. De que la casa, o el viejo amor lo reconozcan a uno, ya con la sien plateada.
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“Volver volver”, de Vicente Fernández es todavía más explícita en lo del amor perdido:
Y volver, volver, volver a tus brazos otra vez. Llegaré hasta donde estés, yo sé perder, yo sé perder, quiero volver, volver, volver.
Me encanta lo de perder. Como si volver fuera una derrota del orgullo. El buen perdedor, que al perder y aceptarlo con gracia, gana.
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No soy nostálgico. Al menos no en el sentido de esperar que cualquier retorno sea al lugar que dejé. Entiendo, al menos intelectualmente, que el lugar habrá cambiado. Lo interesante es ver en qué sentido. Como soy pesimista, siempre me imagino que todo habrá cambiado a peor. El optimismo del pesimista reside en no ver desmentido su pronóstico. Pero lo mejor es tomarse la vuelta no como un retorno, más bien como la llegada a un lugar nuevo, aunque ligeramente predecible.
A menudo hasta los cambios a mejor me enojan: Por esta calle antes no se podía caminar porque te podía pasar cualquier cosa, ahora está llena de turistas. El turismo es la versión muchedumbre de la ropa barata. Así como ésta mata el estilo, el turismo mata el alma, la del lugar y la de la gente del lugar y la del turista. Lo aplana todo. Incluso lo caro es de segundo nivel, y se pierde la capacidad de distinguir entre lo de primera y lo de segunda. Uno se adapta.
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Cuando volví a El Paso, doce años después, habían restaurado y restablecido los antiguos tranvías. Yo los recordaba de mi infancia, que es la época en que General Motors utilizó toda clase de tácticas para eliminar el transporte público y vender más coches. Ahora volvían a funcionar los tranvías, que estaban como nuevos, aunque el servicio era malo. (Si hay que esperar más de 15 minutos es que el servicio atiende a intereses distintos de los del pasajero.)
Caminé mucho por el centro de El Paso, que estaba perfecto estado, con muchos edificios restaurados, pero vacío. Evidentemente, no tenía ya nada que ver con el centro de mi infancia, tampoco con el de mi adolescencia. Era como caminar por un parque temático el día que cierran. La luz de invierno a mediodía lo blanqueaba todo. No sentí nostalgia, pero si pena. Más que nada porque sabía que no había manera de que el centro volviera a la vida.
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El antiguo esplendor de algo es siempre irrecuperable. La cultura cambia, la economía cambia, las expectativas cambian. Más que restaurar, se reutiliza para los nuevos tiempos, que pueden ser mejores o peores. En la planta baja del Edificio Barolo pusieron un café de una cadena que detesto, por puro prejuicio, porque no me gusta el color rosa, porque no me gustan los neo menús en los que venden lo de siempre mucho más caro con sólo cambiarle el nombre y cambiar la decoración del local. Esto es el equivalente gastronómico de la moda rápida. El público, pica, por supuesto.
Y yo soy mal perdedor, por volver a Vicente Fernández. No me adapto a las nuevas circunstancias, la casa ya no me reconoce, veo la mala calidad por todas partes. Veo también la extrema limpieza, no sólo en cuestiones de higiene, también en el diseño, en cómo se ponen las cosas en el mundo y sólo puedo pensar que están escondiendo la basura, el error, la mugre conceptual, para crear un oasis con agua clorinada, plantas artificiales y dátiles de plástico.
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Brodsky, en Watermark, dice que lo que permite ver la belleza de Venecia (en invierno y con pocos turistas) es precisamente la decadencia. Yo propongo que hoy la decadencia se oculta, que ya no nos atrevemos con la belleza, siempre dolorosa, y nos conformamos con lo bonito. Y la verdad, que nunca es limpia, nunca es ideal, nos asusta, la resistimos, erigimos parapetos de palabras para contenerla, una fachada falsa, apuntalada por detrás, para que no se caiga todo el edificio. (Los que dicen que hay que “problematizar” el concepto de verdad, luego se echan las manos a la cabeza y se ponen a lanzar acusaciones de traición y de lo que sea cuando les problematizan a ellos sus presupuestos conceptuales.) (La deconstrucción siempre es susceptible de ser deconstruida, y a nadie le gusta que le rompan el lugar, el aparatito conceptual, donde decidió que la deconstrucción había de finalizar.)
Volver siempre implica una contradicción entre lo recordado y lo actual. Un período de ajuste de una parte y de otra, como Kleinzahler indica. El problema, creo yo, y esta es la sensación que me embarga de unos años a esta parte, es que ya no hay, ya no tengo, adonde volver. Ni siquiera sé si tengo adonde ir, o donde quedarme.
NOTICIAS
1. Ifi, la gata del IF, no me da la menor bola. Pero si voy adonde está, y le hago mimos, se deshace de cariño, maúlla, ronronea. Es ella misma, y así me gusta.
2. En Paseante Extranjero están los poemas. En Apariciones, una sección de BAIPEX, están los relatos. Suscríbanse para que les lleguen por este mismo medio cuando haya uno nuevo. Ahora mismo, tengo tres poemas y tres relatos en obras. Pronto habrá novedades. Y si quieren echar una mano a esta empresa de seguir escribiendo a toda costa, sólo tienen que pasar por aquí.
3. El poema de Kleinzahler está en un libro titulado The Strange Hours Travelers Keep. Es un poeta interesante, heredero de William Carlos Williams y de Basil Bunting, y diría que hasta de Ezra Pound.
4. Mi comentarios en esta niusléter se pueden leer como un manifiesto conservador. Pero el conservadurismo sólo tiene sentido si se trata de mantener algo vivo, algo que existe. Si no, no es más que una ilusión negativa, que puede ser tan perniciosa como cualquier otro idealismo (recordemos los millones y millones de muertos de los idealismos del siglo XX). Por eso, la declaración del final, la sensación de haber caído en una trampa, en un callejón sin salida.